Hoy decidimos desayunar en La Habana Vieja. Quizá Nuestro Hombre intuyó mi estado de ánimo y decidió no retrasar más tiempo mi fascinación por la ciudad. Y lo consiguió. Estoy entregado.
Es domingo de elecciones generales, se eligen diputados para la Asamblea Nacional y delegados para la Asamblea Provincial. Cuando nos adentramos en Centro Habana, que es el barrio que separa nuestra casa de la Habana Vieja, los colegios electorales ya están abiertos. Asomo la cabeza en uno y le pregunto a una de las mujeres, son todas mujeres en la mesa electoral, si puedo entrar y fotografiarlas. Me dice que si y sonrientes posan complacidas. Después se lo pido a los dos niños que están en la puerta. Ellos dicen que si y la mujer les indica que se pongan junto a las urnas. Y se ponen y saludan circunspectos para la foto como si fuera a colocarlos en la historia.
Esta madrugada creí que el gallo se había quedado dormido porque nos despertó una hora más tarde. Al levantarme me enteré que había cambiado la hora. Durante unos días, hasta que cambie la de España, la diferencia será solo de cinco horas. A las diez de la mañana en cuba son las tres de la tarde en España.
Esta noche llovió con fuerza y se nota en las calles. El ambiente está fresco en estas primeras horas y los baches permanecen encharcados. Es domingo y hay poca gente. En los parques uno o dos turistas conectándose a internet y algún vecino paseando al perro. Centro Habana es un barrio populoso en el que sus vecinos hacen mucha vida a la puerta de sus casas. Pero es temprano. A pesar de esa soledad caminar por él con una cámara de fotos te obliga a un ejercicio de contención, todo es fotografiable. El mercado que está hacia la mitad de la calle San Rafael con sus puestos de frutas y verduras es una mina, como lo son los puestos de la carne. A la vuelta de la Habana Vieja nos detendremos a comprar tomates, unos plátanos, patatas, acelgas, lechuga, zanahorias y una piña. Me llama la atención que la mayoría de los que estamos en el mercado seamos hombres.
Cuando ya habíamos realizado la compra nos encontramos con la versión cubana de mercado privado. Un local arrendado a la Administración del estado por Trabajadores por Cuenta Propia, lo que en España llamamos “autónomos”. En Cuba, con una población de diez millones de habitantes tenía el año pasado, 2017, 600 mil trabajadores por cuenta propia. Una sorpresa, al menos para mi. Pero que se desengañe quien piense que este dato es indicativo de la descomposición del régimen. Sería un error. La senda vietnamita es la que se intenta seguir, dicen los politólogos locales. Uf! Mucho para un primer día en la calle.
La calle San Rafael que cruza la calle en que vivimos desemboca en La Habana Vieja después de atravesar todo un costado de Centro Habana y por ella entramos en el barrio, por el costado de un edificio monumental que me llamó poderosamente la atención. Mira, espectacular, le dije a Nuestro Hombre en La Habana. Es el Centro Gallego, me respondió sabiendo que me iba a sorprender. Lo hubiera reconocido por su fachada, pero no me lo imaginaba tan impresionante, y menos por el borde de esta calle estrecha.
Este edificio poderoso, el Centro Gallego, es hoy el Gran Teatro de La Habana “Alicia Alonso”. Los gallegos residentes en la ciudad levantaron este edificio en los primeros años del siglo XX , en el que incluyeron el antiguo Teatro Tacón, en su momento el más grande y lujoso del continente americano y por sus cualidades técnicas el más importante del mundo tras la Scala de Milán y la Ópera de Viena Y con capacidad para dos mil espectadores y que fue el lugar de encuentro de la sociedad criolla desde su inauguración en 1838. Además, la Sociedad de Beneficiencia de naturales de Galicia incluyó en este espectacular edificio neobarroco dos salones de baile, un casino, salones de juegos, oficinas, caja de ahorros, tesorería, restaurantes y cafés, hoy se encuentran las sedes de la Opera Nacional de Cuba, el Ballet Nacional, el Ballet español de La Habana y el Centro Pro-Arte Lírico.
Ya en el Parque Central, primer espacio que pisamos de La Habana Vieja uno se queda anulado por la grandeza de todo el entorno. Le propuse a Nuestro Hombre que no nos detuviéramos, que prefería volver otro día con calma, que necesitaba un tiempo para disfrutar de lo que estaba viendo. Y propuso que desayunáramos en la Plaza Vieja.
Caminamos toda la calle Teniente Rey en la que nos paramos para hacer llamadas a apartamentos de dos habitaciones que se anunciaban en alquiler, acabamos entrando en cinco. Tres eran interiores totalmente, en ellos si te despertabas con el móvil sin batería no podías saber si era de día o de noche. El cuarto apartamento estaba en el bajo de un patio de vecinos soleado y lleno de plantas, pero tampoco tenía ventanas en las habitaciones, aunque si una junto a la puerta, por donde entraba un sol resplandeciente. Vamos mejorando, le dije a Nuestro Hombre.
La quinta vivienda estaba en el último piso de una casa con ascensor de los de hierro y transparente, acristalado, de los que dejan ver la carga que lleva y te permite ir viendo las escaleras que le rodean como brazo de pulpo. Era un ascensor con años al que había que tratar con mucho cariño. Con sumo cuidado, para que nos dure, nos había dicho un vecino que me vio entrar como si lo hiciera en un ascensor que tuviera quien lo reparase. La vivienda estaba en un ático precioso, todo exterior con vistas sobre La Habana Vieja, pero teníamos que compartir la vida con los dueños, un matrimonio que ya pasaba de los cincuenta y que hablaba ininterrumpidamente. Los dos salimos asustados ante la posibilidad de ceder ante la luz y el espacio. Seguimos buscando.
La Plaza Vieja, una joya de la arquitectura colonial recuperada de manera ejemplar por La Oficina del Historiador de La Habana que dirige Eusebio Leal, el hombre respetado por todos, incluidos disidentes, a quien Fidel Castro encomendó esta labor. La Habana Vieja rehabilitada es de los espacios arquitectónicos más espectaculares que puedan visitarse. Nada más lejos de mi voluntad que convertirme en un transcriptor de Wikipedia. Pero es por daros unos datos.
No hay turistas, muy pocos en estas primeras semanas de marzo. No deben ser apropiadas para coger vacaciones ni en Canadá ni en España, que son los dos países que mas visitantes aportan al total de turistas cubanos.
Desayunamos en La Vitrola, una cafetería creada para los turistas, atiborrada de efectos de la época de las rokolas, aquellas máquinas tocadiscos que sonaban en todos los bares de América y Europa. Desayunamos como en casa, (¿y para eso vinimos a Cuba?)un zumo de naranja natural y un café con tostadas con aceite. El servicio muy internacional, impecablemente uniformado, trabajaba con diligencia serio y servicial. Ni un defecto. Salvo que se añore la proximidad y el afecto tan habitual en los cubanos.
Nos fuimos tan rápido como habíamos llegado. El atravesar andando La Habana tiene este precio. La Habana Vieja requiere no una visita, sino varias visitas y todas con tiempo para detenerse y disfrutar de su inmensa riqueza.
Fue suficiente cruzar algunas calles del barrio para que fuera una más de los abducidos por la belleza de La Habana. Ya soy un incondicional de la capital cubana. Y eso que la de hoy, ni siquiera fue una visita, sino que la caminamos aprisa sin apenas detenernos en una plaza, en una esquina o ante un palacio, salvo el leve instante de un click para una foto. No teníamos tiempo, queríamos estar a las doce para comer en un restaurante en el que no habíamos podido entrar la noche anterior porque había una larga cola esperando por una mesa. Y hoy, domingo, se repetiría la demanda.
Conseguimos mesa en el Biky, un restaurante en la esquina de la calle Infanta con la San Lorenzo. Una zona nada turística en el que no abundan los visitantes extranjeros. Comimos unas croquetas de pescado con una salsa rosa, unos trocitos de pollo, unos canastillos de plátano frito rellenos de camarones y una ensalada mixta. De postre dos bolas de helado y un batido de guayaba. El precio unos veinte seis cucs, como unos doce euros cada uno, diez veces más de lo que pagamos por la mala cena de ayer. Si fuera en España diría que el Biky, por su clientela, es un restaurante al que acude sábados y domingos la clase media para celebrar comidas familiares o de amigos. El servicio excelente, los camareros son socios de la empresa, una cooperativa de trabajadores. Me limité a dos o tres fotos con el móvil para evitar que se irritase Nuestro Hombre que se sigue agobiando cada vez que me ve con la cámara desenfundada.
Después de la comida apenas nos detuvimos en casa para descansar. Pasamos la tarde callejeando por El Vedado. De nuevo la admiración por el barrio. Pateamos casi todas las calles que hay entre La 23 y El Malecón. Antes de que se hiciera de noche nos detuvimos a descansar un rato en la terraza del Hotel Presidente, donde nos interesamos por el precio a pagar por pasar el día en su piscina. Cinco cucs más una consumición de otros 20. Si el calor sigue apretando sería una buena escapada, algo cara en cálculos de Nuestro Hombre, que se niega a llevar una vida muy diferente a la que pueda llevar un cubano que trabaje. Para que se exceda en esos límites estoy yo.
Nos cogió la noche recorriendo La 23. Poco después de pasar por delante del cine Chaplin nos detuvimos ante un anuncio oficial de alquiler de un apartamento. Era en un pequeño palacete, cruzamos el jardín y le gritamos a un hombre joven que estaba en una habitación de la planta baja
Salió al porche. Era joven, alto, delgado pero musculoso, con un tatuaje que le cubría el antebrazo izquierdo. Le preguntamos por el anuncio y nos explicó que no era un apartamento, que alquilaban habitaciones, y que no lo hacían ellos sino los de la vivienda del piso de arriba al que se entraba por la hoja derecha del portal que evidentemente estaba dividido en dos. Cuando estaba en estas explicaciones apareció un hombre todavía más alto y más fuerte vestido exclusivamente con un bañador con la bandera americana y un poco más tarde un chico más joven vestido con una camiseta rosa de tirantes, que se limitaron a escuchar lo que hablábamos. Nos invitaron a pasar y lo hicimos.
Nos pidieron que nos sentáramos, pero los asientos eran tan desiguales que dudamos, esperando a que eligieran ellos. Quedó descolocado el vecino más joven que le tocó una banqueta que estaba más alejada y que no movió, no sé si porque necesitaba estar apoyada en la pared o porque el muchacho no tenía interés en estar más cerca.
La estancia era una habitación grande y vacía, de techos muy altos, que alguna vez había estado pintada de blanco con un arco que la dividía en dos, que además del ventanal que daba al porche, por dónde habíamos entrado, había dos ventanas más que estaban cerradas, con el aspecto de no poder abrirse o de no hacerlo nunca. La única luz procedía de un tubo fluorescente que colgaba desnudo del techo. Sonaba a todo volumen Víctor Rodríguez. Bajo la canción se escuchaba de vez en cuando la voz de un hombre que parecía hablar por teléfono, no se le veía bien, estaba en la oscuridad que había detrás de la arcada a donde no llegaba la luz del tubo fluorescente y en donde parecía haber otro mueble además de una bicicleta muy vieja patas arriba y sin ruedas.
El joven que había respondido a nuestros gritos saliendo a recibirnos, de vez en cuando se levantaba e iba hasta el fondo de la habitación y no dejaba de hablar sin que le entendiéramos, al menos yo. Cada poco, nos anunciaba que cuando acabaran de utilizar el teléfono, él llamaría a un amigo para ver si tenía un apartamento libre. Mientras, el chico de la camiseta rosa nos miraba y no decía nada y el hombre más alto y más fuerte decía frases sueltas que yo no entendía, y a las que respondía Nuestro Hombre en La Habana. Lo que estaba sucediendo me resultaba extraño, como si nos hubiéramos incorporado inoportunamente a la representación de una obra teatral.
El hombre de la oscuridad colgó y se vino a sentar con nosotros. Ocupó el asiento que dejó libre el joven que se levantó para ir a sustituirle al teléfono. Mientras hablaba con el recién incorporado a la tertulia, el hombre alto sacó una botella rellena con un líquido turbio y nos ofreció un trago. Lo rechazamos todos menos el hombre negro del teléfono que se bebió dos.
No había ningún apartamento para nosotros y nos fuimos. Le agradecimos su ayuda y su hospitalidad.
Yo salí desconcertado y Nuestro Hombre convencido de que eran albañiles que habían dejado el campo por La Habana. Que desde que Raúl Castro aprobó la libertad de movimiento era mucha la gente desplazada, dijo. ¿Por qué lo dices?, le pregunté. Por el acento. Y me quedé más desconcertado todavía.
Las últimas fuerzas las consumimos en prepararnos la cena, una tortilla francesa con una ensalada de tomate. Después nos acostamos. De nuevo habíamos caminado algo más de veinte kilómetros.