Una de las mujeres que me cuidó en la infancia estaba convencida de que su felicidad estaba en visitar Cuba y en comprarse una casa en La Virgen de La Cerca. Para cuando llegó Fidel mi idea de Cuba estaba hecha a semejanza del paraíso del que me hablaban las monjas en el colegio de Las Huérfanas y los catequistas de Salomé. Y en los primeros años de la revolución nada cambió, continuaron los suspiros caribeños de aquella mujer.
Aunque no lo creáis lo que más me incidió en la desmitificación de la Cuba de mi infancia fue el hecho de conocer las casas de La Virgen de la Cerca. Más que las casas, la calle. Si esa calle desabrida, la más desapacible de Santiago (entonces no existía la Avenida de Lugo), era el pórtico de la gloria, ¿cómo sería Cuba? Ante semejante desilusión tuve una razón a la que asirme: por lo menos hace sol.
Sucedió después que aquella mujer dejó de soportarme y yo salí mucho de casa y en ese tiempo Cuba fue pasando de meta paradisíaca a escenario de una revolución. Una revolución que contó con toda la simpatía de mi larga juventud, simpatía que fue enfriándose conforme fui aceptando que la democracia era y es la única vía, incluso, para alcanzar la utopía. Además, otras preocupaciones políticas más cercanas fueron colocando a Cuba en un limbo informativo del que solo la sacaban brevemente espaciadas noticias que no siempre era capaz de dar por ciertas.
De manera que vuelo a La Habana con una idea poco cultivada de la actualidad cubana de la que he estado despreocupado en los últimos años. Diría que voy allá porque sí, porque me apetece y da la gana, porque Habana se escribe con H, porque estoy harto de tanta lluvia y, también, la verdad, porque en el fondo sigo deseando que Cuba siga siendo, como creí una vez, el pórtico de la gloria, la entrada para la felicidad.
Comienzo mi viaje sin ser capaz de desembarazarme de la preocupación que me causa el viaje mismo. La ansiedad me asedia en la preparación y ante el largo viaje en avión. ¿Será la edad? Me temo que ni a los veinte años estaría entre la marinería de los viajes de Colón. Bueno, no podría jurarlo. Pero ahora no, seguro. Lo que antes me inquietaba ligeramente, ahora me desquicia, me abruma.
Un viaje de cuarenta días no es una escapada. Sobre todo me preocupa que me intervengan la farmacia que transporto. Entre el miedo a lo que pueda padecer y lo que ya padezco, llevo un muestrario medicinal completo, ocupa mucho más que la ropa, el neceser y las sandalias y las zapatillas.
Puse mi medicación ineludible en la mochila con lo importante: el ordenador, la Tablet, un disco duro, los cables, la documentación, el dinero, la cámara de fotos y el tarro para mis audífonos. Y en ese momento me vi pasando el control del aeropuerto y al guardia de seguridad escrutando la radiografía de mi equipaje de mano. Temblé y pregunté en Viloria cómo defendería mis medicinas. Alba, la mujer eficiente que se encargó de todo el papeleo del viaje, visado y seguros incluidos, me dio el consejo de llevar una receta de mi médico de cabecera. No tuve tiempo y me presenté en Lavacolla con la receta digital que me imprimieron en la farmacia.
El de seguridad del aeropuerto me pasó tan deprisa que le tuve que decir lo que llevaba, que no fueran en los controles de Madrid a quitarme algo. Me dio las gracias sin entusiasmo y me dijo con displicencia que pasara. Menudo palizas, debió pensar.
Una vez que superamos la capota de nubes el avión se estabilizó y llegué a disfrutar de estar volando. Ni siquiera se movió cuando descendimos sobre Madrid. El retraso con el que salimos de Santiago no tuvo ningún efecto sobre el horario que nos anunciaba el billete. Seguí teniendo hora y media para descender del avión, pasar la aduana y alcanzar la terminal TS de vuelos internacionales. Me sobró el tiempo. Después de localizar mi puerta de embarque me tomé con calma, en la barra de un bar de la terminal, una Zero y un bocata de jamón que pagué a precio de Vega Sicilia y kilo de percebes
El embarque se retrasó una hora más y, ya en la cola para el despegue, el vuelo siguió acumulando retraso. Esperamos durante tanto tiempo que, entretenido en acomodarme lo mejor posible en el espacio reducido de mi asiento, cuando miré a ver si nos movíamos ya estábamos atravesando las nubes.
Ya dije más arriba que me voy a La Habana porque se escribe con H y que hasta ahora no se me había ocurrido pensar en qué es lo que me iba a encontrar. Forzado a decir algo diría que, como capital de Cuba, La Habana está viviendo las vísperas de una perestroika y que como, objetivo turístico que se promociona, La Habana es el ideal del hedonismo más ramplón y primitivo: música, ron, sexo y puros. Pero seguro que la realidad es otra cosa. Ya veremos.
La locura de La Habana, dijo la mujer cubana que se sentó a mi lado en el avión, eso es lo que le espera. Le pregunté si era cantante y se echó a reír, la guitarra es un encargo, me dijo. Uno que es dado a pensar historias la había visto en la terminal estirada en un asiento junto a una funda negra y dura de una guitarra y me la había imaginado como cantante que vuelve a casa después de una gira por España. Había emigrado a Suiza, treinta años antes y allí vivía toda su familia. Retirada ya, vuelve a Cuba cada pocos meses para calentarse. A Suiza regresará en el verano donde vive su hija recién casada, su madre con su marido y sus hermanos.
Me sorprendió la mujer, diez horas de vuelo dan para mucho, llegué a tener la sensación de que nos conocíamos hacía años, había como una entrañable relación familiar. Me recordó a una tía mía, pero en mulata. Me invitó a compartir la comida que traía de casa, croquetas que me ofreció en un táper y un bocata de lomo con queso que me resultó irresistible.
En uno de esos largos silencios del principio en los que esperas a que se produzca el bache que te lleve al pánico, pensé que seguramente su abuela había nacido de un matrimonio de esclavos, propiedad de hacendados españoles que hasta tan aquí, 1884, habían alargado la infamia de la esclavitud. Y hasta puede que lo fueran en la estancia de nuestro José Pastor, el fundador del banco que aún colea por el entramado financiero de nuestro país. No sé cómo veis a los españoles, le pregunté, y antes de que respondiera me apuré a largarle unas flores sobre Cuba para suavizar su respuesta.
Tenemos la misma lengua, sintetizó no sé si por inteligencia o por ignorancia. Y pasamos del tema, aunque yo tenía una larga carga para marcar distancia con aquellos antepasados, que tampoco se habían privado de hacer trata de blancos con gallegos y canarios, a los que a cambio del pasaje mantenían esclavizados como hoy mantienen a cientos o miles de mujeres los grandes puticlubs en España, sin que pase nada. Como no pasaba en Cuba a pesar de que la esclavitud estaba abolida en el país desde 1.830.
La mujer de mi lado, ella junto a la ventanilla y yo junto al pasillo, parecía empeñada en hacerme el viaje agradable. No solo insistió en que compartiéramos su comida, sino que vimos la misma película para poder comentarla después e incluso acabó regalándome unas gafas, tenemos el mismo grado de presbicia, cuando me vio buscándolas a los pies de nuestros asientos. Ese espacio que es como la sentina personal de la nave, allí donde suelen caer los deshechos del viaje y en donde las compañías aéreas, después de haber reducido nuestro espacio hasta el agobio, nos aconsejan, por seguridad (tendrán morro!), que metamos allí también las bolsas con los ordenadores y otros utensilios rompibles. Las busqué yo y buceó aquel mar contaminado mi compañera de asiento. No aparecían. Y cuando ya había aceptado el regalo de sus gafas rojas el azafato que también había echado un ojo, me las trajo diciendo que estaban tiradas veintitrés asientos más atrás. Quise devolverle el regalo, pero se negó a aceptarlo. Me pareció que pensaba que tampoco me iban a durar mucho.
El vuelo fue genial. La comida mala, como siempre, pero el avión no se movió en ningún momento y, además, la oferta gratuita de películas me pareció aceptable. Pude disfrutar de Tres anuncios en las afueras y no quise la última de Toro, La forma del agua. El mayor defecto, la duración, 10 horas y media. Y no fue ningún consuelo la información dada por el comandante de la nave que nos dijo ilusionado que para llegar a nuestro destino nos acercaríamos hasta Canadá y bajaríamos volando toda la costa atlántica de Estados Unidos. Aterrizamos en La Habana a las tres y cuatro minutos hora española.
Cuando una hora más tarde alcancé la puerta de salida del Aeropuerto José Martí, allí estaba Nuestro Hombre en La Habana, esperándome. Lo encontré más delgado y agradecí la alegría con que me recibió, aunque no pudo disimular la sorpresa que le produjo el carro de mi equipaje. Junto a mi maleta y mi mochila había una funda rígida y negra de guitarra, y dos bultos más. ¿Y todo esto? Me preguntó al fin. Y le conté que, en contra de todas las recomendaciones, había pasado la aduana con aquello que no era mío por ayudar a la mujer que había viajado a mi lado.
Con esa sabiduría te va a tratar todo el mundo aquí, me dijo él riéndose. Al final aprenderás a distinguir.
Me metí en la cama a las seis, a las doce hora cubana, después de haber bajado hasta El Malecón. Cuatro horas más tarde cantó el gallo de debajo de mi ventana. Volvió hacerlo a las seis y me levanté y sentado en la cama empecé a redactar esto que os cuento.