Me he quedado solo, Nuestro Hombre en la Habana se ha ido de guerrilla a dormir a la playa. No quise ir, los planes eran para menores, por lo menos, hoguera en la arena, mucho ron y dormir en el suelo. Prefiero el aburrimiento en calma del domingo en la capital.
A las nueve abren en Locos por Cuba, un lugar para comer en cualquier momento entre las nueve de la mañana y las doce de la noche. Hace semiesquina en el cruce de nuestra calle, Basarrate, con la que da de lleno en las escalinatas de la Universidad, San Lorenzo. Está en un primer piso al que se llega por unas empinadas escaleras casi de caracol. Desayuno unas tostadas de pan de molde y escucho a la dueña armar un pifostio porque ha desaparecido el talonario de las facturas. Las camareras, se desentienden de la bronca, miran para otro lado y se dan más prisa en atender los pedidos.
En una de las mesas del balcón hay un turista rubio y joven que antes de desayunar se pulveriza las manos con un desinfectante, hasta tres veces. Me imagino que dará por hecho que en este palomar se cumplen unas extremadas normas de salubridad a rajatabla y la porquería insalubre que se le adhirió a sus manos en la calle no sobrevuela la cocina de este local.
Como todavía es temprano para todo. Una vez en la calle me pongo a parar almendrones que vayan para la derecha. El que se detiene está vacio, mejor. Le digo que no se a dónde voy y que si puedo hacer fotos desde su coche. No le importa. Le pregunto, para asegurarme, si el viaje vale 10 pesos (0,40 dólares). Le pongo el billete en la mano y saco la cámara. Viajamos por la 10 de octubre, una de las arterias de mayor tráfico de la ciudad. Le pregunto si la calle es la continuación de Infanta y me dice que si, pero no estoy muy seguro, no estuve atento. Hago las fotos que al final no sirven. Se salvan pocas, el limpia está demasiado sucio y por la ventanilla están las casas demasiado próximas, pasan a demasiada velocidad. De todas formas dan una idea de cómo son los barrios que atravesamos. Cruzada la avenida Blanca aparecen las ruinas de una zona residencial que debió de ser espléndida de principios del siglo XX. En ese arranque de la independencia de España en que Estados Unidos comienza a invertir en la isla.
Cuando observo que aquello no tiene ningún futuro guardo la cámara en la mochila, me bajo del coche e intento el regreso a pie. No tardo en ponerme detrás de dos mujeres a parar un almendrón que vaya a El Vedado. Las mujeres también van. Pero todos los almendrones vienen llenos. Al rato, un joven se pone delante de nosotros, también va para El Vedado. Yo me enfado y las mujeres me miran inexpresivas. Es que se nos ha puesto delante, les explico; pero no les importa. Cinco minutos más tarde me dicen, ven. Y caminamos juntos unos doscientos metros, hasta un cruce de calles en el que hay más gente intentando detener uno de estos taxis colectivos. Ahora somos nosotros los que nos colocamos en primer lugar, sin que nadie se moleste y enseguida nos para un Lada, tipo Seat 124, sin encanto, viejo y sucio, con el que me golpearé la cabeza al salir, ya en El cruce de Infanta con S. Rafael, al ladito de casa.
Las mujeres me indicaron que subiera delante, con el conductor, porque al decirles que iba a El Vedado dieron por hecho que iba hasta el final. El viaje es un subir y bajar clientes; pero el ajetreo se produce en el asiento de atrás. Mientras yo intento adivinar el nombre de las calles que cruzamos, pero no acierto ninguna. Iba a decirle al conductor que me bajaba en la gasolinera en el instante en que reconozco una de las casas que fotografié mil veces. Me bajo aquí, le dije con seguridad. Y fue ahí cuando al salir me golpeé la cabeza. Creí que me dejaba los cuernos, disimulé como pude y pensé en mi madre que si estuviera allí se partiría de risa. Para ella no hay nada más hilarante que una caída. Y un golpe al salir con seguridad de un coche no está nada mal.
Me compro dos redondeles de pan y me voy a casa, ha pasado la mañana y estoy cansado y sudoroso. Hace calor. Me doy una ducha y vuelvo a la calle. Me voy al Nacional a tomarme un helado en el jardín y dispuesto a encontrarle el encanto que no supe verle en mi primera visita.
Ya es domingo por la tarde y en el jardín del Hotel Nacional de Cuba parece el lugar ideal para quedarse un rato. Un trasatlántico, antes se les llamaba así a los cruceros, acaba de salir de la Bahía de La Habana, está rebasando La Punta del Morro. Me hago con la única mesa libre del centenar que se distribuyen por el parque, pero el camarero me dice que si quiero helados tengo que bajar a la cafetería del sótano. No le dije nada, ni siquiera que me estaba acordando de todos los muertos del director. Helados en el sótano! Segunda decepción del Nacional. Me voy a Copelia.
Hotel Nacional de Cuba. La Habana.
De camino le hago una foto a los conductores de las moto taxis que están de cháchara en el interior de uno de estos cacharros de tres ruedas. También a un pintor que bajo un sol de agosto gallego pinta la reja de una casa y a la Embajada de Estados Unidos que se ve al fondo de la calle, junto a El Malecón, un poco más abajo que el edificio Focsa.
En Copelia están a 0,25 cucs los helados que en las cafeterías están a 3,50. Por eso hay unas colas de mucha gente por cualquiera de las entradas al extenso recinto ajardinado. Después me dicen que para extranjeros hay unas casetitas fuera; pero ya estoy lejos.
Enfrente de Copelia está La Casa del Perro y recuerdo que no comí nada más que pan. Hago pacientemente la cola y me compro uno por 10 pesos (0,40 cuc/dolar) y me lo como en la Plaza del Quijote que está al lado y donde hay una mujer vendiendo sandalias junto a unos puestos de recuerdos. Tengo sed y pienso que en la esquina está el Bar El Patio del Habana Libre esperándome con una Coca Cola fresquita en un vaso con mucho hielo. Allá me voy.
Hay jolgorio en bar El Patio del Habana Libre. El Madrid golea al Girona. La peña madridista que copa el bar celebra cada tanto. Al final les hago la foto. En ella se pueden ver detrás, colgadas en la pared fotos de Fidel Castro en diferentes momentos después del triunfo de la Revolución. Fidel castro entró en La Habana el 8 de enero de 1959, unos nueves meses después de que se hubiera inaugurado este hotel con el nombre de Habana Hilton, que se había construido por interés personal del presidente Fulgencio Baptista. En aquellos momentos era el hotel más grandes y más alto de toda Latinoamérica. Y en él instaló Fidel Castro su cuartel General durante tres meses . Él se hospedaba en la suit 2324. El Hotel tardó un año en llamarse Hotel Habana Libre.
Se fueron los madridistas y yo me trasladé a la cafetería del hotel que está justamente en la esquina de la 23 con la L. Junto a un ventanal me quedo leyendo a John Lecarré, he vuelto a El espía que surgió del frío, después leeré el Topo que quiero retomar el ambiente para meterle mano a su última, El legado de los espías.
Me quedo leyendo mientras en la calle se va terminando el día.