Lo primero que hicimos esta mañana fue acercarnos hasta el edificio Focsa, en la entreplanta tiene unas oficinas Etecsa, necesitábamos tarjetas para conectarnos a internet. No hicimos cola, eso fue sorprendente. Cuando llegamos no había nadie y, cinco minutos después cuando salimos, había seis personas esperando al pie de las escaleras de entrada a que el funcionario que está en lo alto, para dirigir el flujo de clientes hacia las ventanillas, les fuera diciendo que subieran.
Eso es algo que llama la atención, al menos la mía. Que en cada oficina siempre hay un hombre para dirigir el tráfico de personas. En la oficina que Etecsa en la calle Obispo, en la que hay unas siete u ochos personas para despachar tarjetas, en la puerta, además de un guardia de seguridad, hay un hombre que va dejando entrar de cinco en cinco a los clientes, les dice que se sienten en dos bancos situados entre las puertas de entrada y salida, y desde allí les va indicando la mesa a la que deben acudir para que les atiendan. No es muy difícil porque siempre es la que acaba de quedar libre.
No es que los habaneros sean aficionados a las colas ni que haya una desmedida afición al orden, que no lo sé, es que no existen los artefactos electrónicos que nos dan la vez en las desesperantes esperas en que nos vemos en nuestras oficinas bancarias. Por otra parte, una vez que se instalen artefactos como los que estamos ya acostumbrados nosotros, el Estado iba a tener un problema. En la actualidad el Estado garantiza el puesto de trabajo a todos los cubanos y eso le obliga a inflar las plantillas creando puestos de trabajo que no son estrictamente necesarios para el funcionamiento de la empresa. También es verdad que aquí, como en el mundo capitalista, la rentabilidad de la empresa se mide por los beneficios que produce, pero con la diferencia de que no se consideran beneficios exclusivamente los económicos, también se tienen en cuenta los beneficios sociales que genera. Aunque eso lleve, en ocasiones a la desesperación de los que venimos del mundo estresante y veloz en donde se exige a los negocios no solo que produzcan dinero, sino que cada año produzcan más que el año anterior. Porque lo de la responsabilidad social es un corrector más que insuficiente, engañoso.
Esas pueden ser las razones de las largas colas, que hay gente para hacer que se formen y controlarlas, lo que se justifica también en el atraso tecnológico. Ocurre en algunos supermercados, sobre todo en los pequeños, en los que un hombre en la puerta va regulando el tráfico de clientes para evitar el colapso en las cajas registradoras donde por carecer de lector de barras, tienen que introducir a mano los largos números de identificación de cada producto.
De todas las colas en las que he participado, la más eficiente y más caótica, a simple vista, es la cola para coger el autobús. Creo que ya os lo he contado. Uno llega a la parada y pregunta en voz alta: ¿Quién es el último? Soy yo, dice el que le toca. ¿Y detrás de quién está? pregunta el recién llegado. De aquel señor, dice señalando al que le corresponde que está mirando un escaparte o sentado en un banco o de espaldas charlando con otras personas. Cuando llega el bus se produce un barullo de gente moviéndose en todas direcciones, pero en unos segundos la cola queda ordenadamente formada. Y lo más sorprendente es que si hay alguien que pretenda colarse, se colará sin que se forme ningún follón, aunque todos tendrán clarísimo que lo está haciendo. ¿Por qué? No lo sé, quizá porque La Habana es una ciudad tranquila, sin tráfico, sin prisas. O porque saben que un grano no hace granero ni llena un autobús, aunque tienen muy claro que el que se cuela no ayuda al compañero.
Comimos en la calle Neptuno, en el 860, en donde comimos ayer. Confieso que he forzado un poco la elección porque me sentó bien el pollo con arroz en blanco del día anterior. Hoy opté por un arroz a la cubana. Qué menos! Y Nuestro Hombre en La Habana aceptó de buena gana porque, por el precio, está dentro de sus opciones. Las que le obligan a vivir como un cubano.
Atravesado Centro Habana, por la tarde más Habana Vieja. Más visitas a exposiciones donde nos sorprendimos con la de Marcel Molina, en la calle Villegas, entre O´relly y San Juan de Dios. Un premio Nacional de Grabado de Cuba.
Antes de cruzar el Parque Central, que es esa área ajardinada que separa el Centro Gallego del Asturiano, por poner dos referencias de casa, aunque hoy sean el Gran Teatro de La Habana “Alicia Alonso” y el Museo Nacional de Arte. Pues decía que antes de atravesar el Parque Central, me detuve con una anciana vendedora de cortezas de cerdo a la puerta de su casa, donde tiene instalada su cama, no sé si porque no tiene otro espacio, por ver la luz del día cuando se despierta o para sentir, por la noche el ruido de la calle y saber que sigue viva. Una anciana dulce y afable a la que le compré una bolsa de cortezas que acabé abandonando en el alfeizar de una ventana para que se la coman los pajaritos para evitar comérmelas y me perforaran el estómago.
Visita obligada al edificio Bacardí, del que dicen que es una exclente muestra de las artes decorativas. Primer edificio artDéco construido en La Habana. Joya arquitectónica de la época. Se terminó de construir en diciembre de 1930. En ese entonces era el edificio más alto de Cuba, etc, etc.
Y hasta allá me fui, lástima que no me permitieron más que visitar el portal. Una pena.
Y café en la Plaza Vieja, donde una pareja de viejos trovadores estuvo cantando muy cerquita de nuestra mesa. Cantaron bien, cantaron bajito y estuvieron lo justo. Pasaron la gorra como si les diera vergüenza molestar y se fueron a cantar a otra parte. Incluso agradable. Una turista, a la que se le quemaba un puro entre las manos, su acompañante le hizo una foto mientras el de la guitarra le susurraba una canción.
Es el son de La Habana, la música que no cesa en La Habana Vieja. Vayas por donde vayas, siempre habrá en el aire una canción conocidísima de Cuba. En la plaza Vieja había ayer dos pequeñas orquestas, pero con la moderación exacta para no solaparse. Casualidad o no, conseguían que resultase agradable. Si me dicen que todo está estudiado por la Oficina del Historiador para hacer la ciudad más agradable al visitante, me lo creo.
Es tal la pulcritud, el orden y cuidado que se ve en la restauración de plazas, monumentos y antiguos palacios en La Habana Vieja, en las exigencias a la hostelería y en el control de los buscavidas, nada que ver con al aquel pícaro Zapatones que deambulaba zaparrastroso y borracho por la Plaza do Obradoiro, que es fácil creer cualquier cosa buena que se diga de esta Oficina.
Después del café trabajo para Nuestro Hombre y de nuevo las calles para mi. Una vez más en El Paseo de José Martí, en donde los sábados exponen sus obras algunos de los artistas de La Habana. Me imagino que son los que no consiguen en el circuito de los turistas un local o a una vecina que los represente en la entrada de su casa.
Una pintora, hija de una orensana se quejaba de los desconocidos que son los artistas cubanos, pero tenía la esperanza de que alguna vez serían reconocidos. Tan torpe como siempre solo se me ocurrió decirle, ¿Y después para qué? Me miró decepcionada, me dio la sensación que ella esperaba poder disfrutar de ese reconocimiento en vida. No estuve acertado esta tarde. Incluso hablé tanto como ella. No sé cual de los dos se aburrió más.
Volví a casa callejeando por Centro Habana por Concordia y San Miguel y me llamó la atención un hombre con un pony que charlaba con unas mujeres que cuidaban a unos niños. Me acerqué y les pedí permiso para las fotos, me lo dieron y después me preguntaron por qué no invitaba a los niños a una vuelta en el pony. Pregunté el precio y le di el dinero a las mujeres, pero no me quedé para verlo. Y me pareció que el del caballo enano no estaba muy contento conmigo porque no se paró ni para que le hiciera la foto a la niña que llevaba. Querría acabar temprano.
En estas me llamó Nuestro Hombre para que le saliera al cruce de Neptuno con la avenida ancha, creo que es Padre Varela, la que lleva al Hospital de los Hermanos Ameijeiras. Un hospital ocupando uno de los rascacielos enfrente de El Malecón.
Nos paramos en una plaza a conectarnos a internet para leer los últimos whatsapps y mails y contestarlos sabiendo que en España sería la una de la madrugada. Y de vuelta a casa en un súper junto a la gasolinera, que aquí llaman cupé, de Infanta conseguimos comprar tres botellones de agua. Al fin!
Cenamos en casa y nos fuimos a caminar el Malecón que era sábado. Cuando volvimos yo estaba cansado. Había pasado todo el día fuera y según mi móvil había caminado 18 kilómetros.