Plaza Mayor. Trinidad. Cuba.

Vuelvo de Trinidad, dejo la fiesta atrás.  La visita fue demasiado breve, una equivocación.  Ayer por la noche ya me había arrepentido de haber contratado el taxi para primera hora de esta mañana, pero ya era tarde para darse de baja en un taxi compartido.  Una pena, me hubiera quedado.  Trinidad y sus alrededores, sus playas y el Valle de los Ingenios, necesitan tres días, como mínimo.

. Trinidad. Cuba.

Me levanté temprano y salí a la calle a buscar esa foto con la luz de las primeras horas.  Y todo era distinto, la madrugada había traído la vida de pueblo, la que debía de existir permanentemente antes de la llegada del turismo. Ni se escuchaba cantar ni se veía gente de fuera, empieza el día para todos menos para las tiendas de recuerdos, las de sombreros y las de ropa de hilo que  permanecen cerradas hasta más tarde. Era yo el único extraño, el que rompía ese momento diario en que esta parte de la ciudad, por unas horas, se encuentra a si misma. 

Casa Padrón. Trinidad.Cuba

Por el día los turistas nos concentramos donde Trinidad mantiene el estilo colonial e invadimos sus calles adoquinadas. Pero la influencia de nuestra presencia se extiende por toda esta ciudad de cincuenta mil habitantes, no solo porque la mayoría nos instalamos en casas particulares en donde se alquilan habitaciones, sino también por la demanda de servicios y productos que nuestra presencia genera, que afecta también a la actividad agraria de los alrededores.

Trinidad. Cuba.

En este despertar del día vuelvo a la Plaza Mayor.  En las calles hay ese ajetreo primero que está muy lejos de amenazar la calma, todo lo contrario.  Se hace evidente la utilización de la bicicleta como medio de transporte.   Me cruzo con los niños camino de sus escuelas bajando por delante del palacio de Cantero, hoy Museo Municipal; en la entrada de una escuela primaria, que he visto antes, el director ya está esperando, mientras que en la guardería que está cerca ya hay algunas madres hablando con las cuidadoras, una colegiala camina en sentido contrario al resto y la retrato de espaldas pasando por delante de la casa Padrón; más arriba, hay un carro parado con un bidón de metal, imagino que para la recogida de la lavadura de los restaurantes; enfrente, una bicicleta aparcada como antes, apoyada sobre el pedal en la acera,  un hombre se ha descalzado de un pie en un saliente de un edificio y me pregunto cómo se habrá sentado tan alto; viene otro hombre en bicicleta y vuelvo a cruzarme con otro carro, un taxi de pueblo, tirado también por un único caballo.

Colegio de Primaria. Trinidad. Cuba.

Hay gente de charla en una bocacalle y, más abajo, haciendo esquina, la bodega La Nueva Administración, que tiene las puertas abiertas desde las siete y ya ha puesto las jaulas de los pájaros en la ventana, a estas horas  ya tiene clientes en su interior.  Tuerzo por la calle que baja a la Casa de la Trova y me detengo con uno de los vendedores, están levantando sus tenderetes de recuerdos como todos los días excepto uno, creo que el sábado. 

Trinidad. Cuba.

Allí se me acaba el tiempo y decido volverme a casa, a las ocho y media me espera el taxista.  En el descenso me asomo a una ventana abierta para retratar a tres panaderos amasando junto a sus hornos el pan del día, a los alumnos de una escuela que ya está en marcha. y a un niño solo que parece enjaulado mientras mira a la calle desde detrás unas rejas.

Trinidad. Cuba.

En casa, cuando estoy listo me siento en el sillón donde ayer noche mantuve despierta a la patrona hasta la una de la madrugada.  Estoy solo y paseo la mirada por todo el salón que sería portal o zaguán en nuestras casas. Oh! Qué espanto!  Me digo al darme cuenta de que la señora de la casa también es seguidora de la yoruba, la religión afrocubana.  Detrás de la puerta hay un plato con la cabeza de un negro rodeada de conchas de mar, en el mismo plato hay un puro habano y al lado, en otro plato más pequeño, un pastel de fresa de verdad.  Trato de tranquilizarme y pienso en mi ignorancia y en lo que pensaría un esclavo ateo de la religión católica, en la que tampoco creo a pesar de ser la única y verdadera.

Mi casa. Trinidad. Cuba.

Me voy por donde vine, por la misma calle cubierta de alambres de la luz.  Eso, ese entoldado en varillas fue lo que me llamó la atención al llegar.  Soy el primer cliente que el taxista recoge y aprovecho para situarme en el asiento libre de delante, en el de atrás se irán acomodando, una joven alemana que solo habla inglés, una norteamericana de Texas, también joven, que chapurrea algo en nuestra lengua y el último en subirse que es un cubano de unos cuarenta años.  Mientras salíamos de Trinidad las mujeres y yo fuimos hablando como turistas de Trinidad, mientras el conductor y el cubano permanecían callados.

Trinidad. Cuba.

Ya en la carretera le pregunto al conductor, que es el dueño, que me explique eso de la religión afrocubana.  Él es mulato y le pregunto si la practica.  Me dice que no y que no sabe muy bien de qué va, que tampoco sabe cómo se llama.  Son gente a los que le gustan los santos, me explica, a Santa Bárbara le llaman Changó, a la Virgen de la Regla, Yemayá  y que poco más sabe .  No me dice nada que no supiese y dejamos el tema.

Trinidad. Cuba.

Pasamos a la altura de una caseta con un guarda y él disminuye la velocidad para saludar al agente.   ¿Qué hace ese guardia ahí? Pregunto.  Es un puesto de control, me dice.  ¿Toma nota de los coches que pasan?   No, no lo necesita, la policía ya lo sabe todo.  Y aprovecha para hablar mal del gobierno, otro de los ocupantes le da la razón.  Intento saber hasta dónde están informados.  Pero no lo están en absoluto.  Me sorprendo de nuevo ante el desconocimiento de la gente de la calle, esperaba más formación política de la gente, tratándose de un sistema tan necesario de comprensión entre sus gentes para mantenerse.  Claro que solo hay que leer Gramma, el periódico del Comité Central de PCC, sus noticias se parecen a las que dan los gabinetes de prensa de la Xunta de Galicia y que muchas veces leemos o escuchamos tal cual en los medios.   La información de lo que ocurre está en internet.

Trinidad. Cuba.

Me dicen que el embargo es un invento del gobierno, que Estados Unidos lo levanta el día que haya elecciones.  El día que acepte el otro sistema vigente, el capitalista, le digo.  Y le añado que hay otros países en los que no hay elecciones  y que no sufren bloqueo y que son amigos de Estados Unidos.  Me doy cuenta de que le he complicado mucho las cosas.  Después de un par de kilómetros en silencio intento que me explique la propiedad de las viviendas en Cuba, y no me aclara nada, el viajero de atrás tampoco.  Hablamos del campo, quiero saber cómo es la propiedad en el rural si tiene algún parecido con la de las viviendas, pero de eso saben menos.  Se da cuenta de su ignorancia y encuentra un escape.  Mira, no lo sé.  El gobierno hace leyes, siempre está haciendo leyes y nosotros no nos enteramos, me dice.  

Trinidad. Cuba.

Pero de las leyes que  afectan a su negocio se las sabe todas, fue taxista pirata durante diez años y ahora tiene dos coches y contratados a dos chóferes.  Él solo conduce tres días a la semana.  Gana dinero, mucho dinero para Cuba, solo este viaje de ida y vuelta a La Habana le deja limpio más de lo que gana un médico o un ingeniero o un profesor en tres meses.  Le digo que con un autobús él se haría millonario enseguida.  No hace falta tanto, me dice, con dos microbuses de doce personas ya sería millonario, me lo cuenta haciéndome números.  Ya tiene dos coches de cuatro pasajeros.  Pienso que no le va mal, mucho mejor que a cualquier taxista con dos coches en un país capitalista.. 

Trinidad. Cuba.

Enseguida vuelve con el ejemplo de libertad de Estados Unidos, le digo que es un país que me gusta mucho, pero –le digo- que resulta muy duro y le hablo de la sanidad y no me cree que allí en ese país tan rico y maravilloso no exista una sanidad pública que cubra las necesidades de todos sus habitantes y le hablo de la educación pública en Norteamérica desvirtuada por un sistema de donaciones privadas  y prefiere cambiar la conversación, pero antes me dice que simplemente no me cree nada de lo que le estoy diciendo.

Trinidad. Cuba.

En Cuba en la actualidad las leyes, la fiscal y la laboral, que acompañaron a la creación de la figura del Trabajador por Cuenta Propia, como el taxista, y a los primeros pasos de la propiedad privada, no están todavía desarrolladas. Imposible profundizar en este tema con él.  Intento hacerlo, pero enmudece.

Trinidad. Cuba.

De repente la carretera se convierte en un cementerio de cangrejos.  Miles de nécoras son aplastadas por los coches cada día al llegar esta época del año, la época de puesta de las nécoras del monte.  Si, son de monte y bajan al mar a desovar.  Y son de color rojo y no se pueden comer, producen vómitos.  Las blancas si se comen.  Pero como solo se le comen las tenazas algunas personas se las arrancan y las dejan vivas para que le vuelvan a crecer.  Me instruyen el taxista y el pasajero cubano.

Los cangrejos rojos en la carretera a la salida de Trinidad. Cuba.

Les digo que yo sabía que ocurría algo como esto, creía que en Australia, pero con ranas.  Aquí no, me dice el taxista, aquí son cangrejos.  Y conduce despacio para no atropellarlas.  No quieres matarlas, ¿no? Le pregunto.  Y me responde, no, con esas tenazas si las coges mal te pinchan las ruedas.  ¿Y sabes cuánto vale un neumático en Cuba?  100 dólares.  Igual que en España, le digo, se sorprende y me da la sensación de que tampoco me cree. Le pregunto si sabe lo que es una longaniza, me dice que no.  Algo como un chorizo, que sé que aquí los conocen, pues en España no atamos los perros con chorizos. 

Los cangrejos rojos en la carretera a la salida de Trinidad. Cuba.

Lo de no atar los perros con chorizos le gusta, por lo que sigo por ahí, y del esfuerzo que hacemos, los que vivimos en el sistema capitalista, para mantener el Estado y  los servicios públicos, que nada es gratis. Y le explico que el Estado percibe por cada trabajador, mucho más de lo que se lleva el trabajador para su casa.  Le echo las cuentas aproximadas: 30% que paga la empresa a la seguridad social por cada trabajador, más las cotizaciones del propio trabajador hace, más lo que paga de IRPF, que puede andar como mínimo en un 20% y además, le digo, todo lo que compra con el dinero que se lleva a casa que tiene un impuesto que puede llegar al 21%. 

Me mira con escepticismo, me cree simpatizante del régimen y que le cuento mentiras para desprestigiar la democracia. Le hablo de la democracia y de que cuanta más democracia mejor es para los más débiles, pero que no todo es como lo pintan, y que la democracia … y me doy cuenta que le importa un rábano la conversación y a mi también.

Trinidad.Cuba

Entramos en la capital por el túnel de la bahía que desemboca en La Habana vieja.  Vamos a la calle Cuba a dejar a una de las pasajeras, a la californiana que estuvo tres días en Trinidad y todavía se va a quedar seis días más en la capital.  Pasamos el cruce de la calle Habana y una mujer saluda al taxista. Adiós Fidel!

Qué casualidad, le digo.  Si, es una amiga de Cienfuegos.  No, que te llames Fidel, le digo.  Y no me dice nada.  A veces resulto antipático, lo sé.

Es la una de la tarde cuando el otro pasajero, el cubano, y yo nos bajamos del coche de Fidel.  Estamos en frente de las escalinatas de la Universidad, en la puerta de mi casa.  Fidel todavía tiene que llevar a una chica alemana, que habla inglés, hasta la calle doce, en El Vedado, entre la 15 y la 17.  Después subirá hasta la estación de los autobuses Viazul, a robarle pasajeros para Trinidad, por cinco dólares más y dos horas menos de viaje.   Le pago lo acordado y guarda rápido el dinero, al pasajero cubano le cobra cinco dólares más que a mi.  La rebaja me la consiguió mi patrona, de la que espero que no haga vudú, con los pelos que me hayan podido caer en la ducha, por no haberla dejado dormir.

Semáforo cerrado en la calle L, en el cruce con la 23. La Habana.

Subí a casa, vacié mi mochila y me fui a comer a la calle J, entre la 21 y la 23.  No había gente comiendo y, de sobremesa conmigo mismo, me quedé en el porche de esa casa colonial un buen rato.  Se estaba bien en aquella sombra antigua.  Dejé el porche y decidí irme hasta Copalia a comprobar si es merecida la fama de sus helados.  Empecé a tropezarme con personas con las manos llenas de helados, por lo menos dos cada uno,  salvo una pareja, más comedida, que solo llevaba un helado cada uno.  Pero no salían de Copelia sino que los compraban en un kiosko que está en los mismos jardines. Pero son como los de Copelia, me dicen, pero aquí los dan en cucurucho, en Copelia tienes que sentarte y tomarlo en copa.  Me pongo a la cola. 

Kiosko exterior de Copelia. La Habana.

Cuando llego hay una chica rubia despachando.  Desde la cola asisto al relevo de personal.  El tiempo pasa despacio. Entran dos hombres, pero solo uno se pone a despachar.   Los cucuruchos los tienen en una bolsa de basura de las de 100 litros.  Le veo que elige los más enteros para ponerle una bola encima.  Son cucuruchos pequeños, como vasitos, y las bolas de helado son grandes, muy grandes para esos cucuruchos.   El hombre al que le sirven delante de mi aprieta la bola con los dedos, después se los chupa y le da un mordisco a la bola de vainilla.  También se lleva dos.  Cada cucurucho cuesta 0,40 dólares.  Para mi está tirado.  Para un cubano, calculo que le cuesta tres o cuatro días de trabajo para un salario mínimo y el salario de un día, de un muy buen sueldo.   Son enigmas de Cuba.  Y hay una pareja que se lleva seis helados.  Cuando los fotografío él ya se ha comido uno, ha pegado los otros dos, bola contra bola, y se está comiendo un extremo de cucurucho.  Ella tiene los tres en la mano.  Les hago la pregunta idiota, ¿por qué compráis tantos?  Porque están muy ricos.  Les pido una foto y ella se pone en pose.  Le digo que así no, que me muestre los helados, y lo hace encantada.  Los tres nos reímos.

En La 23, delante de Copelia. La Habana.

Me toca, el heladero elige mi cucurucho en la bolsa y saca uno al que le falta la mitad del borde del pequeño vasito, le coloca la bola con mucho cuidado y quiere dármelo, le pido lo que no he visto pedir a nadie, aun sabiendo que aumento la lentitud de la cola, que lo apriete un poco, por favor, y lo hace tan suave que ni deja la marca en la crema. Nos miramos tan mal que solo me queda decirle que salga fuera del kiosko, pero es un mulato de dos metros que debe pasarse el tiempo libre en el gimnasio, le llamo hijoputa sin que se me oiga.  En Cuba no he visto ni siquiera una discusión en la calle y pienso que todavía no me he desprendido de mis pensamientos de educación callejera, tan fuera de lugar en esta ciudad. El relajante vivir cubano todavía no me hizo efecto

La Habana.

Le doy un chupetazo a la bola con cuidado de que no se me caiga. Qué helado! Qué delicioso!  No está helado, es una crema blanda y fría.  Me doy la vuelta a por otro, pero la cola me llevaría otros quince minutos. Desisto.

Acabo el helado a la sombrita de un pequeño árbol de los del parque de Copelia, después desenfundo la cámara y me quedo al borde de la 23 a ver si tengo suerte y soy capaz de hacer la foto que me perdí cuando iba a comer.  Una mujer vestida de colorines con un paraguas rojo cruzaba la calle solitaria bajo un sol espléndido.  Ahora busco algo teniendo como fondo de la foto el mural del Hotel Habana Libre.  Tiro veinte, convencido de que no vale ninguna.  Ni siquiera la de la chica con el traje blanco y la ropa interior negra, porque en la foto ni se nota

La 23, al fonde el H. Habana Libre. La HabanaLa Habana

Renuncio y cruzo dos calles, en las escaleras laterales que suben a la cafetería exterior del Habana Libre hay dos estudiantes de bachillerato de uniforme marrón, estudiantes de escuelas técnicas, los de azul irán a la Universidad, que están con sus móviles en la mano.  Subo, compruebo y hay conexión a internet.  Me siento en un rincón y me conecto.

 

H. Habana Libre. La Habana.

 

Acabo la tarde en casa .  Al anochecer salgo a caminar, a esas horas solo llevaba ocho mil pasos, quiero llegar a los 15.000.  Voy ligero, entro en El Malecón por la Embajada Americana, un lugar con los jardines levantados y el asfalto roto, calle oscura muy mal iluminada; sin embargo, coches de gama alta y modelos nuevos están aparcados en las aceras.   Una niña se me acerca a preguntarme si quiero sexo.  Le pregunto qué quien la manda, si es el muchacho que está en la acera de enfrente.  Se da la vuelta y se marcha deprisa.  A cien metros le pregunto a un militar si puedo cruzar por delante de la embajada, hay unas vallas y no veo el paso.  Me indica por donde puedo hacerlo en el momento que descubro un lugar mejor iluminado y lo elijo.   Cruzo el Parque de las manifestaciones y la avenida, y me siento en El Malecón.  El mar está fuerte y salta el muro en algunos tramos, pocos.  Hay muchos pescadores.  Hay más gente frente al Hotel Nacional.  Un guitarrista que canta peor que yo, le da una serenata a una pareja que come una fritanga.  Camino hasta más allá del Hospìtal de los Hermanos Ameijeiras.  Una chica me sale al paso y me ofrece sexo, se lo agradezco pero le digo que no, entonces me pide un dólar.  Le doy uno y cinco céntimos que es lo que llevo cambiado y se va.  A la vuelta me aborda de nuevo y le pregunto se me va a costar un dólar cada vez que pase por allí.  Se ríe y me dice que no, que ahora me ofrece sexo por solo 20 dólares.  ¿Cuanto se lleva ese hombre?  Poco, me dice.  Le doy cinco o tres o nada.  Pero me protege.  Sobre todo de la policía.  Es muy importante para mi.  Me imagino que les dirás que es tu novio, porque con los tres euros por cliente que le das poco puede evitar.

Almendras en la 23. La Habana.

Miro el móvil, son las once y media.  Empiezo el regreso.  Me paro con un joven que tiene unos bongós pequeños, le pregunto cómo se llama el instrumento intentando salir de la duda, si uno es bongó y dos, como los de él, bongós.  Bongó, me dice.  Más adelante una niña celebra que su madre haya pescado con línea un pez como una dorada.  El padre le sonríe, está de pie encima de El Malecón intentando la proeza de la madre.  Me acerco.  Mira, mira, me dice la niña mostrándome el interior de una bolsa de plástico, cuatro de mi madre y tres de mi padre.  Alabo la destreza de su madre y la niña se ríe contenta.  El padre y la madre también.  Creo que celebran más la alegría de su hija que lo pescado.

A las doce estoy desnudo encima de la cama con las ventanas y puertas abiertas, incluso la de la calle de par en par.  Así cuando llegue Nuestro Hombre en La Habana no tendrá que usar la llave. Va a creer que nos desvalijaron.

La 23. La Habana.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Bodega La Nueva Administración. Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Escolares pasando por delante de La Casa de la Trova. Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.
Trinidad. Cuba.