Me pasé la mañana en el cementerio. De entrada no me pareció un gran plan; pero en la Habana está justificado, dicen. Yo no lo tengo muy claro. Al final del día uno duda de si será suficiente con ver las fotos.
Es verdad que te sorprende, no por lo grande que es, que lo venden también como uno de sus atributos, pues representa el 7,5% de la superficie de la ciudad, unas 56 hectáreas, sino por la calidad de los materiales, la calidad de su factura y la reproducción en formas similares de mausoleos y estatuas con los que, hasta mediados del siglo XX, sus propietarios competian por una mayor consideración social, toda una competición con la que podía configurarse el ranking habanero de la vanidad. Y fue así desde un principio, en su diseño ya se tuvo en cuenta como lugar donde representar las escalas sociales presentes en la sociedad habanera.
En las memorias descriptivas del plano ganador del concurso convocado por el obispado en 1868 para la nueva necrópolis habanera, su autor, el joven arquitecto español Calixto de Loira, distribuía las sepulturas en recintos sacerdotales, castrenses, cofradías, potentados, proletarios, párvulos, epidemiados, condenados a muerte y paganos.
La primera parcela que se vende, en 1874, la compra la Sra. Condesa Viuda de Montalvo, y a partir de ahí se da por conseguido la aceptación social del cementerio. Vendidas todas las parcelas de los tramos próximos a la puerta principal a los más encumbrados personajes de la sociedad habanera, cada cual hizo lo que pudo por mantener su distancia y categoría. Y eso, sobre todo, es lo que se puede ver, la representación en mármol de Carrara del perfil de la alta burguesía habanera.
Pero este extenso cementerio refleja también al resto de la sociedad, un paseo por la necrópolis da para mucho. Para tanto que se han escrito libros en los que se recogen planos para no perderse en la visita, se proponen cuatro itinerarios para que la visita se lleve una imagen completa de cómo veneran la memoria de sus muertos los habaneros, y se hablan de que se organizan excursiones por la necrópolis.
Son muchas las tumbas sobre las que se han erigido verdaderos monumentos o esculturas de la mano de artistas reverenciados en su momento, como el español Mariano Benlliure que en la primera mitad del siglo XX sembró muchas ciudades de España, incluida Santiago, de estatuas de prohombres. Aquí, en La Habana, la familia Falla Bonet le encargó su mausoleo, una pirámide truncada sobre la que instaló el Cristo de la Ascensión, que por algunos es considerada la más excepcional y bella representación de Jesús de toda la necrópolis. Por casa de mi abuela andaba un abanico, algo desvarillado ya, que le había firmado Benlliure en un encuentro en el Gran Hotel de La Toja, muy al principio del siglo XX. Es de Benlliure, me había dicho mi abuela y por el tono supuse que ese Benlliure era un personaje a tener en cuenta.
Pero no se honra en este cementerio la memoria de los muertos de la misma manera y menos después de que este cementerio dejara de pertenecer a la iglesia católica. Hoy hay tumbas muy diferentes a las que mantienen la representación de la Virgen del Cobre, de Jesús o de los ángeles y los santos. Ahí están la del Joyero que no deja de hacer notar su oficio, la pirámide con la que el Colegio de Arquitectos homenajea a su fundador, el ingeniero José F. Matta, no porque lo considerase un faraón, sino por la admiración que sentía por aquella cultura; la del amante del ajedrez, que tiene un alfil de un metro de alto sobre su tumba, o la de un tal Teijeiro, natural de Galicia, muerto a los 62 años, en 1920, de quien se dice que durante toda su vida hizo mucho por sus paisanos proporcionándoles protección y trabajo y al que se le recuerda también por cultivar los cantos de la tierra y escribir poesías con mucha morriña. Sobre su tumba, su mujer y sus hijos mandaron instalar una lira en mármol con las siguientes inscripciones. “Al cantor da Terriña” “Su esposa e hijos” “1858-1920” y una segunda “Non mais emigración, caldos de grelos/ aturuxos/militroques”, ante la que me reí un montón porque no pude más que entender que muerto el padre se acabó la murga de la añoranza.
Yo fui a mi aire, lo que no deja de ser un error porque me he perdido numerosos monumentos y recordatorios, entre otros la tumba de Alejo Carpentier. Además, después de casi dos horas de estar paseando entre tumbas me sentí muerto de cansancio, como correspondía, y me fui. El cementerio de La Habana, como la ciudad, refleja también las circunstancias del país y en él es notable la ausencia de los trabajos de mantenimiento. El óxido carcome los hierros de muchas sepulturas, hay estatuas rotas, nichos hundidos y el polvo y los líquenes reposan por todas partes. Me pareció más desolador que cualquier otro; pero, a la vez, me pareció que era así como deberían de estar los cementerios, sin mantenimiento alguno, dejando que el paso del tiempo los vaya marcando hasta destruirlos. Como a sus inquilinos.
Está muy extendida la idea de que no desaparecemos definitivamente mientras alguien nos recuerde o pueda leer nuestro nombre escrito o decirlo simplemente, lo que justifica este inmenso campo funerario y este derroche. Yo soy más como mi padre. Después de muerto puedes tirarme en el monte, me dijo un día. No lo hice y hoy pienso que hubiera sido mejor. Claro que ahora ya es difícil que lo dejaran hacerse polvo, los montes están llenos de gente. Hasta los lobos que andan escapados y los osos necesitan que se les proteja.
En este deseo general de ganar la eternidad en este mundo todavía hay formas. Como la del Joyero Ramón, que recurre al dorado de los hierros o la familia Falla-Bonet que trata de conseguir la supervivencia en familia apostando por Benlliure quien teniendo ya la gloria les puede asegurar también su futuro, o como el asturiano Conde del Rivero, al que le parece suficiente con su título nobiliario a la puerta de un panteón fortaleza, cuya entrada guarda la escultura de un guerrero medieval. Pero frente a estas formas me llama la atención la sepultura de la Señorita Rosa Gonzales-Mesa, que bajo su nombre solo pone una fecha, la 1920. Aunque eso si sobre su tumba hay la escultura, casi a tamaño natural, de una mujer pensativa que tiene en la mano un ramo de flores. Y todavía resulta más llamativa la lapida de mármol blanco en la que solo hay grabado un nombre, Antolina. Está claro que quien la encargó no quiso dar mas pistas que elnombre con el fin de reservar para los más íntimos su recuerdo.
Ya había decidido salir cuando, estando todavía con estas perogrulladas, me encontré a un hombre fregando una tumba. Me acerqué a él y le pregunté por qué lo hacía. Podía haber comenzado de una manera menos brava, preguntándole la hora, por ejemplo; pero empecé por ahí. No sé, quizá porque sospeche un memorial de amor.
El hombre se alegró de que me parara con él y entró sin reserva en la conversación: Porque mañana vienen mis sobrinos y quiero que vean en buenas condiciones la tumba de su padre. ¿De dónde vienen? De Estados Unido. Viven allá todos. ¿Todos? Si, todos. Yo soy el único de la familia que se ha quedado en Cuba, yo y los que se han muerto, mis padres y mi hermano Paco y su mujer, Francisquita, me dijo palmeando la lápida. No hablamos más
Entré en el Cementerio Cristobal Colón, que así se llama, por la puerta principal, que era la que me quedaba más a mano y salí por la Este, porque quería ir a buscar en la estación de Viazul, que son los autobuses para turistas, un taxi colectivo para el viernes que tenemos pensado marcharnos a Viñales, a ver las montañas y las cuevas y las plantaciones de tabaco y…
Los taxis colectivos son taxis que se dedican a llevar pasajeros a los mismos destinos que los autobuses Viazul cobrando 5 cuc/dólar más. Son como unos parásitos de autobús. Yo los utilicé para ir y volver de Trinidad.
Hecho el acuerdo y dado que teníamos una comida acordada, me puse en marcha para llegar con tiempo a La Habana Vieja. Tenía tres horas por delante, porque comeríamos tarde por hacerlo con españoles que están en La Habana por una semana y no les compensa cambiar de costumbres, pero quería ir en autobús hasta el Hotel Presidente y después caminar una hora hasta el restaurante.
Perdí el 27 por no poder cruzar la calle y viendo que el tiempo se me acortaba paré un almendrón. Una vez dentro quise asegurarme el precio para no tener que discutir al final. Son diez pesos,¿ verdad?. No, diez dólares. No es posible, siempre son diez pesos (0,40 cts de dólar) por trayecto, le digo al taxista. Pero para llevarle a usted hasta la Avenida de Los Presidentes, tengo que desviarme, me argumenta él. Le pregunté si iba en esa dirección y me dijo que si. No le voy a pagar los diez dólares, insistí malhumorado. Se lo dejo en cuatro, me contraoferta. No, pare que me bajo aquí. Y me quedé en el medio de dos paradas del 27, sin sombras y con 33 grados de temperatura. Siempre me pasa lo mismo, allá a donde voy termino aceptando de tal manera la vida local, que olvido que soy un turista y que mis ingresos son en euros; pero sin embargo, no dejo de comportarme como un estresado ciudadano de un país malhumorado. En este caso, una vez más afloró mi imbecilidad y mal humor que aquí se hace más notable, en una ciudad en la que nadie se enfada, al menos con un desconocido y por estas cosas. Como penitencia tuve que caminar bajo un sol abrasador los cuatro, cinco o seis kilómetros que me separaban del Hotel Presidente.
En el hotel solo tuve tiempo para recoger a Nuestro Hombre en La Habana y comprarme un botellín de agua. Pensaba ir bebiéndomelo por el camino -que ya no lo haríamos andando sino en el 5 o en el 20 que íbamos a coger en la 17- pero una chica, en la parada del bus, me pidió un trago y le regalé el botellín que estaba mediado.
Era hora punta y no fuimos capaces de entrar los dos en ningún autobus. Solo en uno logré subirme yo pero tenía que irme solo y con medio cuerpo fuera, así que, por una vez iríamos en taxi. Y lo hicimos por 10 cucs/dólares.
Comimos en un antiguo restaurante asturiano donde al pescado, como en el resto de La Habana, le llaman pescado, sin especificar. Yo pedí cabrito al vino y creo que le sobraba el vino y una mus de fresa que tuve que tomármelo en dos etapas porque estaba dulzón y me empalagaba.
Después, hasta la noche y por 25.000 pasos con 33 grados de temperatura, me recorrí cuatro o cinco calles enteras de Centro Habana para hacer unas fotos de encargo para una ONG y alguna más que No pude evitar.
Llegué a casa exhausto, que es como se acostumbra a llegar a la noche a cierta edad. Me di una ducha, me fregué las plantas de los talones de los pies con un estropajo de alambre oxidadable, que me vendió una mujer en los soportales de la calle Infanta, y me fui a un tugurio de la calle Basarrate, donde ya había comido una vez y que es el único lugar que conozco donde puedes comer frijoles negros sin que estén mezclados con arroz en blanco.
¿Solo va a comer frijoles?. Me preguntó la camarera sorprendida porque pidiera solamente lo que se suele pedir como acompañante de un plato. Es como si pidiese solamente los granos de maíz de una ensalada mixta. Entonces, cohibido, pedí también fajitas de pollo y para beber agua. No me pareció oportuno decirle a aquella mujer que solo quería frijoles para contrarrestar los efectos intestinales del arroz que como diariamente y que amenazan con llevarme a urgencias.
El boliche es pequeño, tanto que solo tienen cuatro mesas. Elegí la que tenía un banco porque me pareció el asiento más cómodo disponible y porque era la que estaba más lejos de los otros dos comensales que estaban allí. No me di cuenta que estaba a menos de un metro del ventanuco de la cocina y del mueble donde la camarera tenía todos los utensilios y, por lo tanto, estaba a menos de un metro de la camarera que además tenía en el ventanuco el plato que estaba cenando. Aquella proximidad me acabó molestando, así que, cuando se fue la pareja, decidí trasladarme de mesa. Ante la cara de sorpresa de la camarera me sentí obligado a explicarme: Es que me resulta un poco agobiante este espacio. ¿No te gusto?, me preguntó sonriente. Oh! Claro que me gustas, dije tratando de corregir mi involuntario desplante. Y ese es el problema, añadí para enmendarlo. Ahora pienso que me pasé un poco, pero la conversación no fue a más.
El pollo ni lo probé, pero los frijoles me los comí todos, más por automedicarme que por apetito. Y, por un más rápido efecto, pedí más. Entonces me trajeron el triple de los que me habían servido. Tantos y tan espesos estaban que me vi obligado a pedir de beber lo único que tenían, cerveza. Ya me habían dicho que no tenían agua.
Me había bebido la mitad cuando la camarera vino a pedirme un trago. Si, unas horas antes, en la parada del bus, no me hubiera pedido también un trago otra mujer hubiera imaginado que podía pasar algo. Le dije que si, se la bebió y por hacerla mas feliz la invité a otra cerveza enterita para ella sola. Pagué la cuenta, menos de cinco euros al cambio, y me fui a tomar de postre un pan redondo y un agua mineral, a ver si me bajaban los frijoles negros.
La noche fue larga y de pelea. Con todo abierto, hasta la puerta de la calle, no entraba una brisa de aire. Llegué a abanicarme con la carpeta protectora del Ipad. A las tres y media no pude más y me dormí, pero solamente hasta las seis y cincuenta en que, sudoroso, me metí bajo el agua fría de la ducha.