No tuve una buena impresión de la Habana en este primer día. Quizá no debería de escribir nada y esperar a recorrer la ciudad sin el cansancio del viaje y de una noche con tan solo cuatro o cinco horas de descanso. En ese instante antes de conciliar el sueño pensé decepcionado: Cuarenta días en la Habana van a ser un exceso.
Veremos qué pasa.
No fui capaz de encontrarle encanto al Malecón, ni a las calles que anduve, ni a los restaurantes en que comí y cené, ni siquiera al Hotel Nacional, con su carga de historia y en donde parece haberse detenido el tiempo. Nada estuvo a la altura de lo que esperaba. El cansancio de un largo viaje y de una mala noche con cambio horario de seis horas y con la impertinencia de un gallo madrugador, fueron posiblemente la causa de este malogrado enamoramiento de La Habana en el primer encuentro.
Volveré al Hotel Nacional a buscar el encanto de los atardeceres en su jardín sobre el Malecón, porque no puede ser que no haya sabido disfrutar de este lugar en el que, tras la Segunda Guerra Mundial, todo el mundo coincidía: desde los actores de Hollywood a los políticos, magnates, escritores y miembros de la mafia. Tengo que volver a mirar con otros ojos este Hotel de El Vedado que es un escenario de la historia de La Habana todavía en funcionamiento.
Hoy recorrimos cerca de 20 kilómetros andando, no he dejado de sudar y no he comido bien y he cenado mal, tan mal que me acosté con miedo a ponerme enfermo. Por un momento solo quería ver La Habana del turista de hotel de cinco estrellas y piscina y acabar con la ciudad de Nuestro Hombre en La Habana. Sin embargo, recordando ahora, no todos son momentos para dar por malograda la jornada. La travesía veloz que hicimos al barrio de El Vedado, por ejemplo, es para recordar con gusto por la admiración que me causó. Iniciado su trazado y su levantamiento en la mitad del siglo XIX es un barrio envidiable para cualquier ciudad del mundo. Se sometió la construcción de las casas a la disciplina de conseguir un conjunto reidencial para disfrutarlo. Uno se sorprende como pudo haber tanta gente viviendo con tan alto nivel de vida en una ciudad que, casi cien años después de haberse construido el barrio tiene poco más de dos millones (2.125.000) de habitantes. Todavía hoy, abandonado en su mantenimiento y modificadas las construcciones para multiplicar las viviendas en las que albergar a más familias, El Vedado sigue conservando su encanto y con sus duros contrastes resulta envidiable como lugar para vivir.
Otro momento al que volveré seguro y por lo menos en mi memoria, es al porche del Hotel Paseo Habana. Allí me quedé esperando a Nuestro Hombre en La Habana que se había aventurado a asistir a una clase de yoga de la que no sabía más que la dirección y lo que le había dicho el que iba a ser su maestro respecto al precio: la voluntad. Uno o dos cucs (pesos convertibles que tienen el mismo valor que un dólar y valewn por 25 pesos cubanos) serían suficientes, le había precisado el “yoguero”ante la expresión de incertidumbre de Nuestro Hombrel.
Allí, en el porche del Paseo Habana, se estaba en la gloria, espantado el calor por las sombras del hotel y de la arboleda de la calle.
Volvió Nuestro Hombre desencajado, le habían puesto en funcionamiento los músculos dormidos; pero venía feliz como si hubiera alcanzado ya en esta primera sesión El Nirvana. Si es que a ese paraíso se va camino del yoga.
El regreso a casa lo hicimos callejeando una ruta diferente. Y dado lo avanzado del día y como había recorrido para una hora larga decidimos quedarnos en un restaurante del camino que Nuestro Hombre ya tenía por conocido.
En el que fue en el otro tiempo un pequeño palacete familiar, en las dependencias de la mitad de la planta baja, abrieron no hace mucho dos negocios independientes, una pastelería-panadería y un restaurante que extiende las seis o siete mesas de su comedor por su mitad del porche. En él, que está separado de la acera por un pequeño jardín, comimos al mediodía compartiendo mesa con dos chicas, una francesa y una alemana, que vinieron este año a estudiar a la Escuela de Arte. Estaba todo ocupado y desistiendo de esperar nos íbamos ya cuando ellas nos ofrecieron que compartiéramos su mesa. En agradecimiento las invitamos. No fue ningún exceso, las cuatro comidas nos costaron menos de diez euros al cambio. Nos entendimos en castellano, los seis meses que llevaban en la Habana habían sido suficientes para que entendieran y se expresaran perfectamente en nuestro idioma.
No salvo más, ni el largo paseo que, ya de noche, me di por El Malecón, ni el anochecer en la terraza del Hotel Colina, que está casi enfrente de las escaleras de la Universidad de La Habana, en lo alto de la suave cuesta que baja hasta el Habana Libre y el Malecón.
Este hotel es mi punto de contacto con el mundo exterior. Desde las mesas situadas a la izquierda de su terraza se pilla perfectamente la señal de wifi de la placita de al lado, y desde allí me conecto perfectamente con la red Etecsa, que es la red pública que está en las calles de la ciudad y a la que se accede con una tarjeta de navegación de hasta cinco horas que puedes comprar a cuc la hora. En esa placita me encontré con una mujer alta y fuerte, guapa y elegante, con demasiado carácter para tenerla de amante a la que me atreví a pedirle que me dejara hacerle unas fotos. Aceptó, pero me advirtió que salía mal en las fotos. Y era verdad. No supe hacerle ver a la cámara lo que yo estaba viendo. Fue un mal día incluso para las fotos.
Para olvidar: la cena y el pequeño altercado que tuve con un palizas al que posiblemente ofendí. Me había detenido en una placita en la que había muchos hombres y una sola mujer. Algunos charlando sentados en los dos o tres bancos y otros, como cinco o seis, de mirones en una partida de dominó. Me acerqué y le hice unas fotos al grupo de la partida. Enseguida se me acercó un hombre, mulato, delgado y que en Europa daríamos por jubilado. Me habló educadamente de futbol, deporte que empieza a arrasar en La Habana que hasta no hace mucho, como toda Cuba, estaba entregada al béisbol. También me dio cuenta de sus estudios de Psicología y su posterior especialización deportiva y de lo malo que eran los cigarrillos y lo mucho que fumábamos los españoles. No me dejó hablar, pero le aguanté hasta su enfado. Sus últimas palabras fueron algo así como, no es para fumar, pero ¿si tienes ahí, podrías darme 25 centavos? Si, los tengo, le respondí, pero no quiero dártelos.
Ni me miró, me dio la espalda inmediatamente y se fue a paso rápido hacia la pared de una casa que cerraba la plaza por uno de sus lados. A tal velocidad iba que creí que su intención era darse cabezazos contra aquel muro, pero solo se puso como si estuviera jugando al escondite y le tocara a él buscarnos a los demás de la plaza. No creo que se pusiera a llorar, pero estaba claro que le había herido.
Yo pensaba explicarle, pues creí que estábamos conversando aunque solo hablara él, que no era partidario de dar dinero a personas individuales sino a organizaciones. Pero fue tan veloz en mostrarme su despecho que no me dio tiempo. Miré entonces a sus compañeros de banco y escuché a uno de ellos, a un negro de aspecto bonachón, repitiendo mis palabras: tengo, pero no quiero dártelos. Me largué sin enviarles al infierno. Pero me marché disgustado.
Después del atardecer en el hotel Colina y antes de marcharme a caminar el Malecón –a Nuestro Hombre en La Habana lo había perdido a primera hora de la tarde – me detuve en un tugurio en el que estaba colgado un cartel del Real Madrid en el que el equipo levantaba la copa de la liga. Le hice un gesto al muchacho que estaba en el mostrador y me invitó a pasar. Como en muchas casas de La Habana, de las que he visto, la puerta de la calle se abre a un cuarto de estar en el que además de dos o tres sillas a veces hay también una cama o más, dando igual el tamaño de la habitación. Esta, en la que entraba, hubiera sido un salón espléndido incluso con las dos columnas en las que se apoyaba el tabique de madera en el que estaba colgado el cartel del Real Madrid y que servía para ocultar lo que resultó ser el obrador de una pizzería.
Junto al cartel del equipo español estaba la oferta de pizzas y el precio, así que me arriesgué y la pedí de jamón. Al muchacho le llevó su tiempo atender el encargo y me entretuve en observar. La pizzería formaba parte de la vivienda , estaba en su sala de estar,y por una puerta se veía a una chica joven cocinando, a una niña pequeña que se le enredaba entre las piernas y a otra mujer muy mayor, con el pelo muy blanco y en melena muy despeinada, haciendo como que ordenaba el caos.
Llegaron dos niñas pusieron dinero en el mostrador y al poco apareció el joven para decirles que no y se fueron. Ignoro lo que querían. Entonces el pizzero se quedó a hablar conmigo y me contó que estudiaba medicina, que se había cogido un año para trabajar y que en septiembre empezaría el segundo curso. El joven volvió a detrás del tabique. Y la cocinera y la niña vinieron a ver cómo era yo, pues no me dijeron nada. Ella no pasaba de los treinta, era blanca, tenía mucho pecho y llevaba un pantalón vaquero muy cortito: Pensé que todavía no se había recuperado del embarazo, aunque habían pasado tres años por lo menos. En eso entró un señor negro y preguntó si había pizza hecha, la mujer joven le dijo que no y el señor le pidió algo de beber. Le pusieron algo de color naranja y después como un chupito de licor café. Nos quedamos solos, pero no hablamos hasta que llegó mi pizza que tenía un aspecto espléndido.
¿Es para llevar? No, es para comérmela aquí. ¿Me la puedes cortar?
Me la cortó e invité a mi compañero de barra. Me lo agradeció, pero se negó en mi primera intentona. Al final nos la comimos, la mitad cada uno y sin hablar de nada.
Después vino lo del atardecer y lo de la caminata por El Malecón para encontrarme con Nuestro Hombre, que es ahí a donde acuden los habaneros a que les refresque la brisa del mar y en donde, a noche, hasta cinco mujeres jóvenes y hermosas intentaron enredarme con sus encantos. No les hice caso porque sospeché que eran sirenas que querían liarme para que nunca volviera a casa. La más necesitada me asaltó donde no había nadie y en donde golpea el mar con más fuerza, era tan joven que podría ser mi nieta. O descubrió que la miraba con cariño o me vio decrépito, pero enseguida pasó a pedirme dinero a cambio de nada. Y me pidió tan poco, que desatendiendo mis principios vigentes a la tarde, le multipliqué la cantidad. Pero no dejó de ser una miseria.
Para el final quedó la cena. Era sábado y en todas partes había que esperar. En el único sitio que había mesa no había cerveza, así que dimos varias vueltas, desistimos de varias colas y al final volvimos al que tenía sitio, un lugar cutre y sucio, en el que cenamos ropa vieja con arroz salteado con trozos de tomate. La cena desató mi hipocondría. La toreé como pude hasta que el cansancio me llevó a la cama. Antes me di una ducha para quitarme los sudores y el desencanto. El chorro, resulta una exageración llamarle chorro, digamos que era escaso, estaba templado como consecuencia de la ducha misma, estaba electrificada. Calculé las posibilidades de morirme electrocutado y había muchas. Pero preferí arriesgarme. Caía tan poca agua que entre el primer chispazo y el calambre mortal me daría tiempo a dar un salto. Por primera vez en el día me reí.
Por la mañana descubrí que habíamos dormido con las puertas de la calle abiertas de par en par. Me había olvidado de cerrarlas.