Estuve en la Plaza Vieja, en el edificio más importante en la historia de Cuba. Fue casa de gobierno y residencia de los capitanes generales españoles, 65 en total, que gobernaron la isla desde 1791 hasta 1898. Desde que Cuba se independizó de España fue sede del Gobierno Interventor de Estados Unidos hasta 1902 y desde entonces sede del Gobierno de Cuba hasta 1.920. Posteriormente fue sede de la Alcaldía, del Ayuntamiento y de las oficinas municipales hasta 1.959. Ahora es un museo “para que vea lo bien que vivían los españoles” me dijo una funcionaria. Algunos, solo algunos, le respondí. Por no decirle que no dejaba de ser uno más de los muchos palacios que había en La Habana. Claro que este guardaba, junto con la plaza de delante, la Plaza de Armas, la historia del país. Un palacio en el que por cierto tienen muy valorado el patio, precioso, sobre el que han hecho incluso concursos de poesías y del que disfruta un pavo real.
Pero era sobre todo la casa de gobierno, el centro de poder, donde residían los Gobernadores de la Isla, los Capitanes Generales durante los últimos cien años del gobierno de España. No eran, ni mucho menos, los más ricos, pero tenían el poder , lo que les situaba por encima de todo y de todos, y no siempre lo ejercían con honestidad suficiente y en demasiadas ocasiones en su beneficio
Los capitanes generales que gobernaron la Isla durante los últimos cien años de dominio de España no eran los más ricos de Cuba, ni mucho menos, ni siquiera los más ricos de La Habana; pero vivían bien. En la visita a esta casa se pueden ver algunos detalles como la cubertería de plata bañada en oro, las vajillas de la Pickman sevillana, de Limoge, alguna china y algunas otras de reconocidas fábricas en los siglos XVIII y XIX, alfombras persas y cristalerías de renombrados y prestigiosos lugares con maestros en lo de soplar el vidrio, cuyos nombres no he logrado memorizar.
Fueron sesenta y cinco los gobernadores que residieron en esta Casa de Gobierno a lo largo de ciento siete años. Y entre las pertenencias que dejaron, aparte de sus retratos, las vajillas, las alfombras y la cubertería, figuran ocho o nueve cabezas disecadas de caza mayor, sin duda traídas de España, una mesa comedor con sus doce sillas de caoba cubana, dos bañeras de mármol de Carrara y otras cosas menores como una lamparita de mesa, cuyo pie es un negro sonriente que rodilla en tierra parece feliz de ofrecer una gran cesta de fruta que lleva sobre su cabeza. Es imposible estar en Cuba y olvidarse que los españoles mantuvieron la esclavitud en este país hasta 14 años antes de que se tomaran la independencia.
Hay miles de historias en La Habana del XIX que al escucharlas hoy convierten en delincuentes a las autoridades de entonces, consideración de la que no escapa ni la mismísima Reina Madre de España . Historias en las que poder, contrabando y esclavitud aparecen entremezclados y que daban justificación a la rebelión que llevó a la independencia de Cuba. De vivir en aquel momento, quizá nosotros, incapaces de gobernar España, preferiríamos, como Pi Margal, ver a Cuba independiente de esa pandilla de desalmados.
Dos anécdotas. El capitán general de Cuba entre 1834 y 1838 fue Miguel Tacón, un militar español nacido en Cartagena, Murcia, quien en tan solo esos cuatro años hizo grandes obras a las que quería que se le pusiera su nombre, la más conocida el Teatro Tacón, integrado en su momento en El Centro Gallego de La Habana, hoy Gran teatro de La Habana “Alicia Alonso”, que fue en aquel tiempo uno de los mejores del mundo junto a la Scala de Milán y La Opera de Viena. A Tacón se le reconoce su buen gobierno en la isla, y sobre todo en La Habana, en materias cotidianas y de obras públicas; pero este buen gobierno estuvo ensombrecido por sus actos despóticos y su fomento del comercio de esclavos. Algunos historiadores le atribuyen el haber inaugurado la venta de esclavos emancipados para el trabajo en los ingenios. No estaba solo en esos manejos. De su camarilla aúlica, dos eran los preferidos: el catalán Francisco Marty y Torrens , negrero y contrabandista, y el andaluz Manuel Pastor y Fuentes, también negrero, que llegó a ser senador y al que se le concedió el título de conde de Bagaes.
Estos dos personajes, Pancho Marty y Manuel Pastor, tenían «derecho de mampara» en el palacio de gobierno y se reunían todas las tardes con el Gobernador para gozar de su cercanía y compartir los juegos de tresillo que organizaba en los altos de la Cárcel Nueva. El célebre don Pancho, que tenía el monopolio del pescado en la capital, acuñó una frase en la que sintetizaba la actividad mercantil del Capitan General. «Ha pasado la vida vendiendo negros y comprando blancos», decía.
Pastor tenía la concesión de todos los nuevos mercados habaneros, gabela que le reportaba una renta considerable. El erudito Juan Pérez de la Riva lo consideraba uno de los cerebros mejor organizados de su tiempo. Puso sus grandes conocimientos y su capacidad técnica al servicio de la industria azucarera, desarrollando científicamente la trata de negros en sus aspectos financiero y político. En este campo su labor fue brillantísima. Tiempo después de la salida de Tacón, Gaspar Betancourt Cisneros conceptuaba a Pastor como la eminencia gris de la llamada «compañía negrera», cuyos beneficios llegaban a la Reina Madre Cristina, que recibía su dinerito por cada «saco de carbón» que entraba a la Isla.
En el palacio de los capitanes generales, en donde además de mostrar como era su vida cotidiana, hay una colección de uniformes de los distintos ejércitos y sus diferentes graduaciones, una sala de banderas en la que se puede ver la evolución que va sufriendo la enseña de Cuba desde las primeras escaramuzas independentistas y una colección de pertenencias personales utilizadas en campaña por los líderes de la independencia.
En la Plaza de Armas, en la calzada que hay justo delante de la fachada de palacio, todavía se conserva lo que, en su momento, debió de considerarse una excentricidad, más que un lujo. Uno de estos 65 gobernadores que ocuparon el palacio a lo largo de 107 años, lo que sale a menos de dos años de media como inquilinos, mandó que se se sustituyeran los adoquines de piedra de la calzada por unos de madera, con el fin de que los carruajes que pasaran a medio día por delante del palacio no le molestaran en su siesta.
En el patio, donde está, en el centro y sobre un alto pedestal, la figura de Cristobal Colón, hay lo que se viene considerando el monumento más antiguo de Cuba. Está incrustado en una de las paredes del patio, a la derecha según se entra, bajo las arcadas y que a mi me gustó encontrármelo. No recuerda a un héroe, ni a un guerrero, ni a un valiente, ni a un poderoso. Es en memoria de una mujer que murió atravesada por un disparo accidental de un arcabuz mientras rezaba en la iglesia parroquial. Ocurrió en 1557 y desde entonces había permanecido incrustado en una de las paredes de aquella iglesia que, precisamente, fue derribada para levantar este palacio. Este pequeño monumento se había trasladado a un museo, pero en 1937 fue devuelto a lo que se consideró su lugar primitivo.
Pero hice más cosas que disfrutar el Palacio de los Capitanes Generales. Me moví mucho, atravesé la calle del Olvido y me detuve en una peluquería muy antigua y muy bien conservada, que su dueño mantiene con cariño y que fue restaurada por La Oficina del Historiador de La Habana.
Hoy viajé en almendrón, cogí tres. Anduve poco a pie. En uno de los viajes me tocó a mi lado una mujer rubia, ya mayor, yo creo que más que yo, que no dejaba de hablarme. Se quejaba de que ahora los almendrones solo hacen los servicios que le son rentables, que no están para atender las necesidades de los ciudadanos. Eso creí entender y como hablaba tanto y cada poco esperaba una palabra mía, tuve que confesarle que no oía bien y que me perdía muchas de sus palabras. Andá!, exclamó, y eres español. ¿Y de dónde eres? ¿De Galicia? Mi abuela es de La Coruña y mi abuelo de Asturias y el otro abuelo del País vasco. Y son las tres regiones que no conozco. Estuve en Madrid, en Barcelona, en Cáceres, en Sevilla, en Málaga, en Ponferrada, en León, pero no subí más. Y me encantó todo. Bueno, menos el carácter de los catalanes. Estuve en Barcelona y en Gerona y me parecieron un poco así, como estirados. Me encantaron los andaluces y su manera de ver la vida. ¿No? Si, si, le dije y añadí: pues el norte es muy bonito. Vi unas fotos de San Sebastián y me pareció una ciudad preciosa. Y sin dejar de hablar se pasó a hablarme de la independencia de Cataluña y de que al final eran una pandilla de sinvergüenzas, unos ladrones ¿no? No, le dije con timidez, son nacionalistas; pero solo la mitad, pero si es verdad que están tapando toda una historia de corrupción de los gobiernos de Pujol.
El tema de Cataluña sale muchas veces en las conversaciones de calle y solo es posible porque les preocupa España. Saben mucho más de España que nosotros de Cuba. Y lo que no sé es por donde se enteran porque aquí no hay periódicos, el Granma es el periódico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, la televisión es como la gallega e internet hay que salir a las plazas para cogerlo y pagarlo, el salario mínimo te da para doce horas de internet. Les queda la televisión por satélite. El otro día, en un bar tenían sintonizado Canal Satélite o Canal Plus o Moviestar como diablos se llame ahora.
En otro de los almendrones me tocó una negra con estrabismo que se estaba asando cuando yo entré en el coche. No lo noté hasta que asándome yo se me ocurrió bajar la ventana, entonces me cogió del brazo y me dio las gracias. Sudaba y como empapó un pañuelito que llevaba yo le regalé un paquete de clínex. Entonces ya no paró de hablar y como nos bajamos en el mismo sitio se empeñó en acompañarme para que no me perdiera. A pesar de que le dije que sabía perfectamente donde estaba y a donde me dirigía. Así es La Habana.
Ayer noche, cuando subíamos a nuestro apartamento, una vecina nos salió al paso en la escalera para decirnos que cerráramos el portal con suavidad para que no se dañaran los cristales, nos lo dijo de tal manera que le dimos las gracias, porque nos hizo sentir que nos estaba haciendo un favor al avisarnos. Y cuando se las dimos se quedó extrañada.
Hoy estuve en el barrio de Víbora. Cuando dije que iba a ir hasta allí me aconsejaron otra vez que no enseñara la cámara y que si iba en autobús pusiera la mochila para delante, no en la espalda. La verdad es que me olvidé y cuando, a la vuelta me senté en un parque a descansar vi una foto que no podía dejar de hacer y la saqué. Y una vez olvidado el temor me dediqué a fotografiar a todo el mundo, incluso lo hice en el bus en el que vine.
La foto que me incitó fue la de un negro sentado en una silla rota que se parecía a los de las casas baratas de de cualquier barrio marginal en esas series de negros que se situaban en la plaza para vender la droga. Aquí no hay droga, que se sepa, pero a este negro sentado en la silla rota, venía todo el mundo a hablar con él y luego se marchaba. Yo no vi nada. Lástima que no me atreví a pedirle que me dejara hacerle una foto ni a robársela de cara. Pero era de esos chicos que no pasan desapercibidos.
Ah! Hay otra foto que robé. Se la hice a las piernas de la chica que estaba sentada a mi lado en un tronco, precisamente en el que se apoyaba la silla rota del negro llamativo. Le hice la foto de las piernas porque se le veía, ahora sí que voy a meter la pata, se le veía una especie de faja blanca con puntillas a las que son muy aficionadas un tipo numeroso de mujeres de por aquí. Las llevan para enseñar, no sé si son fajas o bragas largas o leguins cortos. Le hice la foto porque me llamó la atención, como me llama que muchísimas mujeres parece que le gusta que se transparenten la braga y el sujetador, porque los llevan de colores como para que destaquen bajo el leguin o la camisa. Pero este gusto por la transparencia no tiene límite de edades. En la moda de los hombres no hay cambios respecto a los de otros países, quizá , por señalar alguna diferencia, que seamos pocos los hombres que llevamos gorra, los turistas sombreros de paja como los que ahora también se llevan en España. Podéis verlo en las fotos del autobús en el que hoy iban muchos más hombres que mujeres.
Al final del día me acerqué al Habana Libre a reservar en la oficina de Cubatur un sitio en el viaje que los miércoles y los domingos se hace a Cienfuegos y a Trinidad, pero me dijeron que al día siguiente no habría viaje, que si quería me buscaban una plaza en un taxi colectivo. ¿Y para volver? Pregunté. Para volver no, usted se lo gestiona allí, me respondieron. ¿Y hotel? El hotel, me dijeron, también es cosa mía. Así que no sé qué hacer, si marcharme a la aventura o tratar de organizármelo mejor. Pero la aventura me tienta. Bueno, ¿qué diría Colon por llamarle a esto aventura?