Hoy aprendí muchas cosas. Aprendí que los vecinos de La Habana llaman La Habana exclusivamente a La Habana Vieja y a Centro Habana, los dos municipios más antiguos y populosos, el resto no es La Habana, es Playa, Miramar, El Vedado, La Víbora, Sevillano, Tamarindo… esos si son barrios con nombre propio aunque pertenezcan administrativamente a los municipios, Playa, Plaza de La revolución y Diez de Octubre, que son los barrios más urbanos de la Capital junto a los de Cerro y Regla,
También aprendí a moverme en almendrón. El almendrón es un coche de los cincuenta, un Cadillac o un Ford u otro cualquiera de los de antes de la revolución, pero no especialmente bien cuidado. Son los taxis que utilizan los vecinos en los que es difícil encontrarse con un turista. Son baratos, están viejos y tienen rutas fijas. Es decir, no te llevan a donde tu quieres. Pero todas las rutas están conectadas. De manera que con dos o tres almendrones puedes llegar a cualquier destino por un precio muy asequible. Hoy mismo acabo de pagar diez pesos cubanos, algo así como 40 céntimos de euro, por los veinte o veintitantos minutos que me llevó de La Víbora a El Vedado. En un taxi de los amarillos, que son propiedad del estado, pero que tiene arrendado a un trabajador por cuenta propia, el coste hubiera sido de 10cuc, casi 10 euros.
Cuando me venía de La Víbora le pregunté a una mujer mulata de una edad indefinida –no sabría decir si me alcanzaba o me superaba- esbelta y hermosa, que estaba al borde de la acera como mirando al horizonte, por lo que supuse que buscaba un taxi, cómo sabía ella hacia donde iba el almendrón. No lo sé, soy yo la que le tengo que decir a dónde voy, me respondió sonriente. Y entonces apareció por la calzada un Chevrolet de un color confuso, como azul verdoso, y la mujer que tenía los brazos cruzados, levantó el derecho y como si estuviera bailando hizo como si tirara el dedo índice hacia la acera de enfrente. Como yo nunca sabría hacerlo con tanto estilo me entraron ganas de ponerme a ensayar allí mismo. ¿Y eso? le pregunté viendo que el Chevrolet no había parado. Va para La Habana, dijo. ¿Y cómo lo sabes? Y me mostró las señales. Así, dijo y volvió a repetir el gesto con la misma desgana tan elegante, es para El Vedado. Y así, y tiró el mismo índice contra las casas de al lado, es para La Habana, me dijo dejándome admirado.
Y el siguiente almendrón se la llevó. No había más sitio.
Señalando insistentemente para las casas de enfrente conseguí parar a uno, que llevaba un negro mayor junto al conductor y a dos mujeres también negras en el asiento de atrás, había visto que pueden ir hasta tres en el de delante, que es donde me gusta viajar, pero, por lo que fuera, preferí ir atrás.
También aprendí a coger el autobús, que aquí llaman guagua como en Canarias. Una vez que sabes a dónde ir y el autobús que te puede llevar, te acercas a la parada y preguntas quién es el último. Yo, suele decir alguien del que tomas alguna referencia. Y después le preguntas ¿Y detrás de quién estás? De la señora de la gorra roja que está sentada en el último banco, como a veinte metros, te dice. Le das las gracias y ya formas parte de la cola que accederá a la guagua. Al instante, oirás a alguien que pregunta ¿Quién es la última? Y tu dirás, yo. Y después señalarás al tío de la cazadora azul con una moto en la espalda. Gracias oirás que te dicen. Y te perderás por los alrededores sin estar pendiente de la llegada del bus.
Cuando llegue la guagua ocuparás tu puesto en la cola detrás del de la cazadora azul con la moto en la espalda, y si no vino, lo harás detrás de la mujer con la gorra roja. Al entrar en la guagua pagarás los cuarenta céntimos de peso con un peso y no cogerás la vuelta. No seas rata, eso solo se le admite a los viejecitos muy empobrecidos por la escasa pensión que reciben, 300 pesos cubanos (12 dólares al camio) al mes, el salario mínimo. Esos 60 cts de peso que has dejado, por no recoger la vuelta, son, al cambio, 0,024 €.
Las lecciones correspondientes a las bici-taxi, las moto taxi y los taxis por tramos, las dejo para otra ocasión. Que no hay que darse atracones.
Me había dicho mi compañera de vuelo, cuando el avión en que íbamos se disponía a aterrizar en el aeropuerto de La Habana, que un día tendría que ir a su casa a comer. Entonces le respondí de trámite, que estaría encantado de ir, le dije. Estaba convencido de que se olvidaría tan pronto saliéramos del aeropuerto José Martí. Sin embargo, me lo recordó en la comida que tuvimos hace dos días: pasado mañana vienes a comer a casa de mi madre. Acepté no sin temor a que siguiera teniendo por bueno el que yo haría un novio excelente para su madre de 77 años.
La madre es una mujer negra, delgada y muy activa, que esta mañana lamentaba el estado en que se encontraba el jardín de su casa. Un espacio en que cabría la mitad de una cancha de tenis si no le hubiera levantado un cobertizo al fondo de la parcela. Estaba todo a hierba, a césped, menos un espacio lateral que se lo reservaba para huerto y en donde, en verano, cultivaba unos tomates sabrosísimos.
En ningún momento sentí que me mirara como pretendiente así que no tuve que andarme a la defensiva, me mostré agradecido por la invitación y le reconocí lo amable que había sido su hija conmigo. Y ella y la hija me mostraron las obras con las que estaban en la parte alta de la casa.
La hija y yo nos fuimos enseguida, había más obras en otros lugares del barrio. A pesar de llevar más de treinta años trabajando en Suiza, su mundo sigue estando en este barrio de La Habana en el que las dos se criaron, y a este barrio de su infancia traen cada año sus ahorros, como si hubieran emigrado de Cangas do Morrazo, de Puente Genil, de Reikiavic o de Fargo (¿existe Fargo, la de los hermanos Cohen? Bueno, aunque no exista para mi tan real como Ferrol). Como a todos, les tira la infancia; la única patria del hombre, dijo Rilke, del que leíamos a los 17 “Carta a un joven poeta”.
Conocí a más familiares y a amigos que le ayudaban en el trasiego de muebles y material de una casa a otra y a otros amigos que le trabajaban en la casa, pintando rejas, que son casas enrejadas casi todas, o colgando cortinas, que mi compañera de vuelo tiene cerquita de la de su madre otra casa más pequeña con tan solo un porche que da a la acera y un estrecho patio trasero, donde hay espacio para abrir una sombrilla grande y comer seis u ocho personas a su sombra. Y en esta casa comimos, pero casi sin detenernos a hacerlo porque había sobre todo una prisa casi desesperada por hacer cosas. Y a poco estaba yo también formando parte de esa peonada trabajando a las órdenes de mi amiga Catalina, Catalina
Llegué a casa cansado y con algunas fotos, pocas, que me atreví a hacer con el móvil a escondidas. Para ir a La Víbora me dieron dos consejos a parte de decirme como ir. No saques nunca la cámara y en la guagua lleva la mochila colgada por delante. Me lo dijeron dos personas que no se conocían pero que eran las dos vecinas del barrio. Y ambas, ante mi cara de incredulidad dijeron, no pasa nada, pero es mejor así.
A la ida el 7, que es la guagua que cogí en la esquina de San lázaro con la L, me dejó en la Cupé, la gasolinera, pero yo seguí caminando hasta un edificio azul de dos plantas, que conocen como el de la Compañía Eléctrica, y al llegar a él torcí a la izquierda y caminé como un kilómetro largo callejeando. Y en todo ese trayecto no me atreví ni a sacar el móvil. Demasiadas precauciones, pensé. Aunque me asustó un poco lo enrejadas que estaban todas las viviendas.
La Víbora es un barrio residencial muy grande que está como al fondo de la avenida Diez de octubre, al que se llega en un viaje en el que te llama la atención lo deteriorado que están todos los edificios, en su mayoría casas unifamiliares de las que algunas tienen dimensiones palaciegas. La parte a la que fui, (no tengo nada claro la división administrativa de La Habana. Creo que hay municipios y repartos, el reparto sería en España un barrio, pero lo de barrio resulta aquí demasiado peyorativo.) las calles a las que fui serían un reparto y en ellas no había casas en mal estado y mi primera impresión fue la de que habían intentado un nuevo El Vedado con un presupuesto para viviendas sociales. Por dentro las dos o tres casas que visité están realmente bien y con una distribución espaciosa y cómoda.
Volví a casa en almendrón desde la Compañía Eléctrica y cansado por haber ayudado a mover muebles y trastos a mi compañera de avión, a quien hoy descubrí capataz, gobernando y dando órdenes hasta a un vecino que se detuvo a saludar. Me duermo pensando en cómo puedo hacerme con maíz envenenado.