Anuncian de nuevo un frente frío para el jueves. Pero hoy hace calor, son las ocho de la mañana y se está muy bien en la calle en camiseta, pantalón corto y sandalias de franciscano. El día amenaza con asarme.
Pido un bocata de jamón y un zumo de pera en el boliche que hay junto a la entrada del Hospital Universitario General Calixto García. Comparto la cola con gente con el brazo escayolado y personal de bata blanca. Nuestro Hombre en La Habana celebra el desayuno como una fiesta. Este es el otro local donde más le gusta desayunar. Yo todavía echo de menos mis tostadas con aceite de oliva virgen , pero me pasará. Es solo en los primeros momentos de los primeros días. Pero con el desayuuno de hoy me conformo de buena gana. Además, en este local, que nosotros llamamos un local para cubanos, los dos desayunos no llegan a los 80 céntimos de euro.
Camino del Hotel Presidente nos detenemos en la Casa de Hugo Chaves, en la 23. No está previsto ningún acto a estas horas de la mañana así que mientras Nuestro Hombre me hace de guía yo voy haciendo fotos. En el resultado me sorprende la del jardín que da a la calle, en el que alguien ha plantado un almibarado recuerdo, a tamaño real, del libertador de Venezuela. En la foto, el fondo con tendal incluido pone el contraste de la realidad. Quizá si hiciera la fotos desde la calle, que es desde donde miran las personas que pasan, se cumpliría el deseo del que ha montado este pastiche, pero me vine sin hacerla.
Trabajamos, yo el wastapp y el mail, en el Hotel Presidente hasta la hora en que Nuestro Hombre tiene una reunión en la Fábrica de Arte Cubano. Le acompaño, le dejo en la puerta y me voy al río Almendares que separa los barrios El Vedado y Playa, que creo que aquí no se le llama barrios, prefieren denominarlos repartos, el barrio tiene un sentido peyorativo. Pero creo que esto ya os lo comenté hace dos o tres días. Busco la orilla y voy corriente abajo junto a los astilleros haciendo fotos hasta llegar al Bar Colonial 1830 y al Torreón de La Chorrera, donde está el extremo de El Malecón opuesto a la Punta del Morro.
Del puente hasta la desembocadura es un paseo por una pequeña zona industrial, atracaderos, naves industriales, astilleros, almacenes y algunas casas jalonan la calle hasta llegar al Torreón de La Chorrera donde comienza El Malecón. La orilla del rio la voy viendo, a través de una alambrada, entre los claros de las edificaciones de la ribera. No parece que haya mucho movimiento, solo unos hombres en edad de estar jubilados enredando junto a unos botes que también parecen retirados. Es bonito el rio, lástima que sus orillas no sean accesibles para los paseantes.
En la desembocadura me encuentro a un submarinista buceando junto a una gallina muerta que flota en un agua transparente, pero orillada de sedimentos plásticos que vienen con el rio o con las mareas del mar con el que se mezcla aquí mismo. Desde la orilla algunas personas me miran como a un extraño. No le doy importancia porque lo soy, soy un extraño, ningún vecino lleva mi pinta y una cámara de fotos al cuello. De vez en cuando, entre las piedras de la orilla asoma una cabeza. Me intriga lo que estarán haciendo. En países pobres he visto a personajes marginales bebiendo agua en las pozas de los basureros; pero esto ya es mar y estamos en Cuba, probablemente uno de los países con menos marginalidad. Hay un hombre que ha amontonado las botellas de plástico, parece que está lavando una. A su lado tiene dos o tres sacos llenos de envases. Me acerco, pero no le pregunto nada. Me imagino que alguien le dará unos pesos , está iniciando un proceso de reciclaje promovido por la necesidad.
Detrás del Torreón hay una pareja, solo me llama la atención que el hombre vaya vestido de un impoluto blanco. Hasta ahora solo había visto a mujeres vestidas enteramente de blanco, incluso con medias y un paraguas también de color blanco como parte de un rito de la santería cubana. Las pocas veces que he preguntado en la calle nadie supo explicarme en que consistía y yo no sé más que es una religión tan caótica e incomprensible como todas. Futo de prohibirles a los esclavos que practicaran la religión en la que habían nacido ocultaron su culto camuflándolo con las prácticas del critianismo, con el tiempo eso acabó en una mezcla difícil de entender a simple vista.
La religión Yoruba era una de las muchas religiones procedentes de África y acabó, al camuflarse y mezclarse con el cristianismo, siendo una de las más practicadas en Cuba. Cree en un dios creador del mundo, que para cuidar de la tierra se ha rodeado de una serie de dioses, llamados orishas, que estarían a cargo de vigilar y mantener en paz a la humanidad.Estos orishas son los principales seres de culto. Cada uno tiene sus representaciones, sus colores, sus materiales, armas, rezos leyendas.
Como resultado de esta mezcla de religiones se produce una traslación de veneraciones, materiales y rezos africanos al cristianismo y acabaron por identificar a sus dioses africanos con los santos del catolicismo. Así, Ochún, que es la reina de la femineidad, de la sexualidad y de los ríos, se identifica (lo correcto sería decir se sincretiza) con la representación católica de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba y se identifica con el color amarillo que a la vez es símbolo de alegría y de inteligencia.
Otro de los santos del panteón es Obbatalá, que es Nuestra señora de las Mercedes o también la Virgen de la Misericordia. Su identificación es el blanco y se relaciona con la pureza de espíritu. Este orisha es imprescindible en todas las consagraciones y ceremonias. Changó que es masculino en su origen se asocia, sin embargo, con Santa Bárbara; Yemayá es la Virgen de la Regla; San Lázaro, que es el santo que más culto se le rinde en Cuba ,es Babalú Ayé y tampoco es raro encontrarse a muchos de los seguidores de la Yoruba afrocubana ofreciendo misas o celebrando bautizos en las iglesias católicas. Y cada día son más, negros y blancos, los que se inclinan por esta religión lo que sorprende en este país gobernado por el Partido Comunista de Cuba durante sesenta años. No me lío más en este asunto porque sé que nos dará que hablar a lo largo de los días. Pero no os asustéis que no pienso hacer ningún estudio sobre la Yoruba
De entrada, pienso que el hombre que está detrás del Torreón todo vestido de blanco va por que le gusta, ya dije que hasta ahora solo había visto a mujeres, y me acerco a ellos y les saludo y les pregunto si la muñeca vestida de princesa que la mujer tiene a sus pies es de ellos y me miran como si fuera un lunático, y no les pregunto nada por el cacharro de barro que está al lado y en el que hay una extraña figura hecha con piedras pequeñitas. Entonces el submarinista viene a nadar a nuestro lado y le veo arañar el fondo del mar. ¿Qué pesca? Pregunto. Coge piedras, me dice la mujer. A diez metros asoman dos cabezas en la misma orilla. Son un hombre y una mujer que andarán por los setenta/ochenta. Se han levantado a cámara lenta y el hombre le hace cruces por la cabeza. Entonces me doy cuenta, veo unas plumas blancas de gallina que está pisando la mujer de la muñeca y me viene la imagen de la gallina blanca medio desplumada flotando en la orilla donde hace unos minutos buceaba el submarinista y le pregunto a ella y al hombre vestido de blanco ¿si están practicando un ritual de su religión de origen africano? Así, con estas palabras. Si, me dicen. Y a ti, me imagino que no se te pueden hacer fotos, le digo al hombre. No, me contesta. Y como si con estas palabras ya hubiera entrado en su cofradía la mujer se pone en cuclillas, saca una especie de diadema de una bolsa negra que está en el suelo y se la pone a la muñeca.
¿Qué haces? Pregunto como un novicio. Y me da una respuesta de la que pierdo la mitad de las palabras, pero me parece entender como que es una ofrenda a Elegua, que no sé si es una diosa, una enferma o la muñeca. Pero solo digo Elegua y ella me responde que si. Y allí estábamos los tres en la punta del Torreón de La Chorrera, en el ritual religioso que trajeron de África sus antepasados, cuando los negreros españoles los traían secuestrados para venderlos como esclavos a los españoles de las estancias. Y casi me pongo a hablar con acento inglés. Y la mujer, entonces, sacó lo que yo hasta ese momento creí que era una maraca y empezó a moverla rítmicamente delante de la muñeca que vestidita como una princesa con diadema y todo, miraba a El Malecón que corre hacia el Este. Y como ya me pareció que tenía confianza les pregunté si podía hacer unas fotos. La mujer asintió y el hombre se echó a un lado. Les hice las fotos y me despedí, porque aquello se extendía mucho, no entendía nada y no creía que me fueran a explicar de manera que yo entendiera lo que estaba ocurriendo.
Cuando me alejaba vi a una mujer blanca que de pie en la orilla frente al Torreón se santiguaba muchas veces mirando al mar. Y mas tarde, dos mujeres negras, una vestida enteramente de blanco, buscaban un lugar concreto junto al mar y sacando algo de una de las bolsas que llevaban lo metían varias veces en el agua. Pensé si sería una gallina, pero estaba demasiado lejos. Inútilmente le tiré unas fotos y me fui.
El sol me quemaba en la acera de El Malecón, así que crucé la avenida en el primer semáforo y empecé a callejear buscando sombras con dirección al Hotel Riviera que veía a lo lejos, pero no las había. Junto a un mercado tan oscuro y sucio como todos había un chiringuito limpio y luminoso en el que se vendían cócteles de frutas y jugos de tamarindo, piña, fresa… pedí un zumo de fresa, quiero decir, un jugo y un coctel de frutas, que se pronuncia así, como palabra aguda. Por lo que pagué 20 pesos, 0,80 cucs/dólares.
El Hotel Riviera impresiona, todavía parece que puedes escuchar hablar en italiano a los mafiosos de Chicago y Atlantic City. Ya cerraron, cuando todos, en 1961, el casino, el primero que instalaron en la ciudad, pero al Riviera le queda el aire, mezcla de glamour barriobajero y miedo, que todavía se respira en el salón del bar que mira al Malecón a través de grandes ventanales. Es tal la huella, que sentí temor al retratar a los pocos hombres que ocupaban tres o cuatro mesas. Me sentí más liberado en el comedor, al que me dejaron pasar para hacer unas fotos porque no había nadie. Ni me hubiera atrevido si estuviera allí uno de esos hombres con la camisa abierta sobre las solapas del traje junto a una rubia esbelta y enjoyada. Me pareció que se moría el Riviera, que solo estaban allí unos colombianos de incógnito pretendiendo adelantarse a lo que creen que va a ocurrir en Cuba o que ya ocurre y solo ven los entendidos.
Puro contraste con lo que sucede en el hotel de enfrente, el Melia Cohiba. El hall lleno, y los bares repletos, apenas hay sitio en sus mesas y en sus sillones. Cuando llego, la tripulación de un avión está dándose de alta en recepción. Hay movimiento. Pero no me atrae quedarme allí. Tiro unas fotos y salgo. En la puerta me lío con unos taxistas. Discutimos y me voy convencido de que son como todos los taxistas del mundo. No se puede hablar con ellos ni aun dándoles la razón.
Le parece mal que no coja un taxi. La peor, una mujer, mestiza, delgada, alta y guapa a la que le molesta que venga a disfrutar de La Habana. Me carga tanto que le digo, en mi país por tu aspecto te considerarían una mujer rica. Y lo pienso de verdad. Queda descolocada, el que está a su lado sonríe. La mujer se recompone y vuelve al ataque. Me callo estoy bien allí sentado en el balaustre de un jardín a la puerta del Melia Cohiba. Siento que molesto. Pero resisto y me quedo.
Dejo las cercanías del Malecón y empiezo a subir hacia La 23. El sol me había abrasado ya cuando me rendí ante la primera sombra en la que daban de comer. No había turistas y entré convencido de que si no comía bien, comía barato.
Y no estuvo mal, me gustó el pescado grillé con el acompañamiento de patatas fritas, una rajita de tomate, unos hilos de lechuga y abundante arroz con frijoles. Me forcé a tomar dos Tucolas por aquello de alcanzar bebiendo los dos o tres litros de líquido. Pagué 7,50 cucs/dólares, unos 7 euros. Carísimo para un cubano.
Al cruzar la Avenida de Los Presidentes, me encuentro a unas chicas en un banco comprándole sujetadores a una mujer que los saca de un sobre y parece que va apuntando los pedidos. Les pregunto si los encargan para comprarlos por internet y me dicen que si. Nuestro Hombre en La Habana se ríe de mi cuando se lo cuento. ¿Qué piensas que hay Amazon en Cuba y aprovecha para descalificar mi forma de andar por el mundo? Me imagino que él vería mejor, sino que escribiera sesudos estudios sociológicos, al menos que me documentara sobre todo lo que comento que me ha llamado la atención. Es decir que hiciera de esto un documentado libro de viajes y no la conversación con un amigo de, ¿cómo te fue el día? mantenida en la terraza de un bar al llegar la noche.
Pues no le comenté lo que pensé al ver a aquellas chicas comentando los sujetadores que se pasaban de mano en mano. Me parecieron muy jóvenes para comprar aquellas prendas transparentes y de encajes, aquellos sujetadores tan seductores. Supuse que los estaban comprando en secreto, lejos de casa, para que se los viera puestos su chico en esos encuentros que los padres siempre creen que todavía están muy lejos de producirse. Pero me parece que aquí en La Habana ese encuentro es todavía más temprano.
Sigue el calor y cuando alcanzo La 23 estoy cansado y sudoroso. Entro en una cafetería como de lujo que tiene unas sombrillas de Dunhil y pido un postre de limón. Me tomo la mitad y pido una Coca Cola y después dos aguas. Me paso el resto de la tarde a gusto bajo la brisa de un ventilador gigante contándoos estas cosas tan tontas que me suceden mientras paseo y disfruto de La Habana, de la que me confieso ya un profundo enamorado.