Hoy anduvimos en taxi porque Nuestro Hombre en La Habana se empeñó en que fuéramos a nadar sobre los bancos de peces de colores que solamente se pueden ver en tres lugares de esta isla y los tres nos quedaban lejos para ir y volver andando en una mañana.
Pero, además, nos encontramos con la dificultad de conseguir gafas de bucear, que aquí llaman caretas. Lo que nos llevó a visitar varios hoteles y lo que llaman un pueblo, que es una especie de centro comercial al aire libre. Ya hablé de uno que tenía spa y comedores, pues este era el otro que hay en el Cayo Santa María, que está especializado en juegos para niños, tiene hinchables, un galeón como los de los muñecos, pero en gigante, y una torre. A final no encontramos las caretas pero nos quedamos igual en las playas cercanas a los peces de colores. A la una volveríamos a la carretera y allí estaría el taxista para llevarnos a comer a nuestro hotel.
El plan no resultó exactamente así, pero si el final: comimos en el hotel. No vimos a los peces, pero sí a un pelícano que no se movía de allí y a dos pescadores muy aplicados; el taxista que vino a buscarnos resultó que no era el mismo que nos había llevado Y nosotros no salimos a la carretera por el mismo pasadizo entre el manglar por donde habíamos entrado. Pero como éramos los únicos que andábamos a pie por aquella carretera desierta acabamos encontrándonos con el taxi, que tampoco era el mismo, pues el primero era como un Playmouth del 50, rojo y blanco, y el segundo un Ford descapotable de 1930 de color rojo, que no sé si tenía el motor de fábrica pero el resto era totalmente original.
El primer taxista, enjuto y cetrino, de cara afilada y dientes amontonados en muy poco espacio, hablaba sin complejos con el acento de los cubanos, al menos de los de esta parte de la isla en el que la r final se transforma descaradamente en l y la “erre que va en el medio de las palabras desaparece tras ser sustituida por la consonante siguiente Así nos enteramos que el motol de su coche era el de fábicca y con ello nos “peccatamos” de su acento “peffecto” de cubano.
Era un hombre instruido en las cosas del Cayo, sobre todo en lo que se refería al piedraplén que unía su pueblo con los cayos, había trabajado en él desde el principio, en los años 80 cuando todavía no había caído el Muro de Berlín ni había comenzado la desintegración de la URSS.
Del Piedraplén nos lo dijo todo, lo que medía de largo y de ancho, las decenas de miles de camiones rusos cargados con piedras cubanas que se habían necesitado y el número de puentes y los metros que medía el más grande. Donde, por cierto, al construir el primero se encontraron con el primer problema serio que no habían previsto los ingenieros: ¿Cómo seguir construyendo el piedraplén después del primer puente? Todo un problema, pues ahí se paró la obra hasta que un mecánico dio con la solución: llevar los camiones hasta la punta del puente y allí con una grúa ir depositando piedra a piedra en el agua hasta que formar un montón con la altura del puente y que soportase el peso de un camión ruso cargado de piedra cubana para que pudiera hacer la maniobra de accionar el volquete. El mecánico fue condecorado con una moto rusa.
Un viaje en un Playmouth del 50 con un conductor como este y por una carretera del Cayo Santa María da para esto y para mucho más, como veréis.
¿Y cómo se llamaba el mecánico? le preguntó Nuestro Hombre en La Habana entusiasmado por lo bien que recitaba el taxista las características del piedraplen.
El taxista se vino un poco abajo al reconocer que el nombre no se lo sabía, lo cual era un gran fallo porque el mecánico era de su pueblo y conocido por todos. Pero en los pueblos, ya saben –nos dijo- a la gente se les conoce por los alias y el de este mecánico es Nieto. Todos lo conocemos por Nieto; pero el nombre, nombre no me lo sé. Normal, le dije para rebajarle el agobio, y me miró agradecido, pero no me dijo nada.
Volvimos a las cosas del puente y se recobró enseguida. La obra de ingeniería había sido la más importante de Cuba, la primera de este tipo que se había hecho en el mundo, había recibido el premio Alcántara de una fundación española y lejos de provocar un desequilibrio ecológico en la zona, había sido un acierto. La salinidad estaba en el 99% y los recovecos de entre las piedras del piedraplen habían servido para que todo tipo de animales acuáticos de estos mares encontraran el refugio que antes no tenían.
Por dejar los asuntos del puente que me estaban embotando mi reducido cerebro se me ocurrió preguntarle si le llamaban manglar a ese embrollo tupido de vegetación que crecía por toda la isla. El mangle es uno de los árboles que crecen ahí, me respondió. ¿Es ese alto de pocas hojas? No, ese es un árbol de la uva, que no son las uvas que comen ustedes, son otras. ¿Comestibles? Si, se pueden comer. ¿Y esas palmas? Las palmas no son naturales del Cayo, las trajeron los de los hoteles para adornar las entradas y se han extendido. ¿Y como le llaman ustedes a eso que yo llamo manglar? La gente le llama bosque o manigua. La manigua es una mezcla de plantas y árboles y el bosque es otra cosa, es un terreno plantado solo con árboles. O sea que se llama manigua, traté de confirmarlo. Yo le llamo así, me dijo sin mojarse.
Y antes de que terminara el viaje nos contó que se están construyendo los dos últimos hoteles que habrá en el Cayo Santa María y que serán once en total.
El segundo taxista solo sabía de futbol y solo hablaba de futbol, sus dos hijos tenían nombre de futbolistas. Él que había jugado a la pelota, como le llaman al béisbol, había acabado siendo futbolista, aunque ahora lo había dejado porque el trabajo del taxi le dejaba sin fuerzas al final del día. Nos explicó el funcionamiento de la liga, la poca importancia que se le daba desde las instancias oficiales que estaba más por el béisbol, pero que cada vez se jugaba más en la calle, que el equipo de Santa Clara había conseguido ser campeón de la liga once veces, que en esta misma provincia de Villa Clara hay un pueblo, que se llama Zulueta, donde todos los habitantes son aficionados al futbol y donde Maradona tiene dos estatuas y que Cuba se divide entre aficionados al Madrid y aficionados al Barcelona, pasé de preguntarle de cual era él y me pareció mejor no saber el nombre de sus hijos, aunque no me extrañaría que uno de llamara Messi y el otro Suárez.
Los dos taxistas eran taxistas del pueblo que está al otro lado del piedraplén. Nada que ver con los taxistas resabidos de La Habana, que debe ser algo que se da o se exige con las licencias en todas las ciudades del mundo. Un día, cuando estaba en la capital hablando con uno de las mototaxi y que me contaba que todos pertenecen a una organización estatal, intervino un compañero de un taxi de cuatro ruedas, de esos de color amarillo que escuchando que yo estaba interesado en cómo funcionaban, vino enseguida a quejarse de que a ellos el gobierno se les quedaba con una parte del dinero que recaudaban. Normal, le dije yo, en España pagamos impuestos que casi alcanzan el setenta por ciento y les hice números teniendo en cuenta el 31% del salario bruto de cada trabajador que paga la empresa a la seguridad social a lo que habría que sumar el IRPF y el IVA de todo lo que compramos que puede llegar al 21%. Entonces me miró con desprecio y se marchó. Y tras él vino otro y me preguntó directamente ¿Y cuánto pagan ustedes por internet y por el móvil? Y le di los datos de mi contrato con Vodafone que siempre resulta más elevado por servicios que ponen en marcha sin mi permiso pero que, según ellos, están aceptados en la letra pequeña de mi contrato. Y tampoco debió de creerme porque se fue igual que el otro.
Cuando dejamos el primer taxi que nos había paseado por diferentes hoteles, nos colamos por un camino que posiblemente los pescadores abrieron entre la manigua para alcanzar la playa, una playa desierta y salvaje. La segunda, después de la de ayer. Tenía las algas de las últimas mareas entre las que había esponjas, igualitas que esas que nos venden como naturales en las perfumerías y había también unos pequeños arbustos marinos como abanicos de encaje a los que le hice fotos.
Allí me encontré a una mujer que, como yo, iba cámara en mano haciéndole fotos a todo lo que encontraba. En el momento estaba haciéndosela a una esponja. Me saludó en inglés y me echó una larga parrafada a la que le contesté que hablaba fatal inglés pero que me expresaba aceptablemente en castellano. Ay! Qué bien! Yo soy Argentina. Y nos dijimos lo que estábamos haciendo que bien se veía lo que era.
Caminé toda esta playa hasta el final en que delante de unas rocas se veía a unos pescadores de caña. Les hice unas fotos, a ellos y a una mujer gorda y a un hombre delgado que estaba con ella y que tiraba a las gaviotas los peces pequeños que los pescadores desechaban.
Y fue en ese momento cuando apareció caminando por la orilla un hombre desnudo, era grande como un armario y estaba totalmente ennegrecido por el sol. Me pareció un acontecimiento, pues en los dos días anteriores solo había visto a una mujer en toples escondida en un recodo de una playa casi desierta. Le hice la foto un poco antes de que nos cruzáramos y cuando lo hicimos nos saludamos con mucho respeto, como debe ser cuando no te conoces y uno de los dos va desnudo.
Por un momento creí que había retratado a un vanguardista, al punta de lanza de un movimiento por el nudismo, pero empecé a dudarlo cuando me adelantaron dos culos gordos que se tapaban el pecho del sol con una toalla. Les retraté igualmente por si eran también extraordinarios. Tardé cien metros en descubrir que aquellos no eran unos desnudos aislados, había muchos más aunque todos tumbados en hamacas. Allí cerca había un hotel de bajos bungalós que estaba especializado en atender una playa para bañarse desnudo. Incluso tenía un cartel indicando que era una playa nudista. No ponía peligro, ni advertía que podía dañar cualquier cosa, no. Solo ponía Playa Nudista. Yo había entrado por el final, por la playa salvaje, por donde se entiende que no entra nadie más que los pescadores locales y a esos se lo dan por sabido.
Seguí caminando por esta playa ya limpia y atendida por el hotel, consciente de que había entrado en un nuevo tramo donde se usaba traje de baño cuando vi que un joven me sonreía con descaro desde debajo de un toldo de hojas de palma. Por un momento pensé si habría entrado ahora en una playa exclusivamente gai, pero supuse que aquí estaría igualmente señalizada, y no había visto ningún letrero. Busqué a ver si había alguien más a mi alrededor a quien pudiera estar sonriendo el efebo aquel, pero no lo había. Pensé si sería el hijo de alguien conocido y volví a mirarle y el me sonrió todavía más descaradamente a la vez que zarandeaba a uno de los bultos que había en las tumbonas de al lado, y entonces vi a una mujer a la que conocía. Ella también sonrió y me hizo señas para que me acercara, cosa que yo ya estaba haciendo al darme cuenta de quién era.
Mira, mira, me decía mi hijo, ahí está tu amigo, mamá, me dijo la dulce Paraguaya con la que había viajado desde La Habana en el autobús, marido por medio. Ella y su rico marido empresario y terrateniente, igualmente dulce y agradable, estaban de viaje de placer en Cuba a donde venían por simpatía con el país y porque en su casa había estado pasando unos días una hija del Che, lo que les había llevado a creer que el carácter de los cubanos no era tan afable, hasta que alguien en este viaje le explicó que la hija del Che era más argentina que cubana y que de ahí le venía lo agrio de su carácter.
Como hablaba más que yo la paraguaya, lo que resulta un exceso, en el trayecto en el autobús me enteré del estado de su país, del de sus cinco hijos y de con quién se habían casado cada uno de ellos, de lo bueno y de lo malo que habían vivido en el último año y, finalmente me enseñó la foto de sus lindos hijos todos de esmoquin menos una mujer que estaba en el centro vestida con un traje blanco y largo. ¿Es la boda de su hija? Le pregunté. No, es la fiesta de sus quince años. El marido habló poco, pero logré saber a qué se dedicaba, si había apoyado a Lugo, que lo había hecho, y que tenía una finca de casi tres mil hectáreas a la que le estaba poniendo cerca.
A las dos horas de estar hablando se detuvo el autobús y nos dieron diez minutos para ir a los servicios. Al subir todavía nos quedaban dos horas de viaje y decidimos permanecer callados el resto del trayecto. Nos habíamos hecho amigos.
Después del largo rato que me detuvo en la playa mi amiga la paraguaya junto a dos de sus hijos en el que me dio cuenta de todos los avatares sufridos en los dos días de playa que llevábamos, me volví por donde había venido hasta que me detuve en el medio de la playa solitaria y salvaje, aprovechando que allí había una vieja tumbona apuntalada con dos palos, y me bañé desnudo durante un largo rato. Ya sé que podía haberlo hecho antes en la playa nudista pero allí tuve la sensación de que me iban a estar mirando todos desde sus tumbonas, ¿qué iban a hacer si no? Aún ahora puedo oírlos: Mira, uno nuevo. Y tiene el culo blanco. Y la espalda roja. Y muchas risas
Cuando salí del agua me di cuenta que hacía como dos o tres horas que no sabía de Nuestro Hombre en La Habana quien había decidido tomar el sentido contrario al que había tomado yo. Así que aprovechando que pasaba una chica por la orilla me puse en su estela y le fui sacando fotos. Porque, la verdad, una foto sin personas resulta demasiado aburrida. Y hacer fotos por la espalda, me gusta. Puede sonar a traición como disparar por la espalda; pero no lo es. Es un retrato anónimo y sugerente, con una pizca de intriga.
Comimos en el hotel, dormí la siesta y después me fui a la playa a leer un poco en el móvil, que uno se acaba por hacer a todo. Estaba nublado y soplaba algo de viento pero se seguía estando bien. Llegó la noche sin alharacas de puesta de sol como siempre que anochece con el cielo encapotado. Cené y me fui a dormir con la convicción de que estos hoteles en los que admiten niños son muy sosos, no te llevas ni una sorpresa.