Me ha sorprendido el sabor dulce del plátano pequeñito, es como el canario, pero mucho más pequeño y más dulce. Quizá sea la única fruta dulce que hay. Bueno, también el mango si lo encuentras, no es la época ahora. Pero la piña, la papaya y la guayaba no me gustan. Solo la guayaba en mermelada o en dulce, como el del membrillo. Es difícil tomarse un zumo de naranja, incluidos hoteles de cinco estrellas. La razón debe de ser que la naranja es incomestible. Son malas, muy malas las naranjas. La pulpa, además de ácida, es dura y apretada sin apenas jugo. Por su aspecto ya parecen poco recomendables. Son de color más bien verde con manchas, a veces grandes, de un color indeciso que tira al amarillo.No me lo esperaba de la fruta en el Caribe. Rebajaré una opinión tan radical: estarán fuera de temporada. Ignoro cual es aquí..
Por supuesto que hay más pequeñas cosas que me resultaron inesperadas como que no se dotara de una legislación más desarrollada la libertad de abrir negocios con empleados por parte de aquellas personas que decidieron ser Trabajadores por Cuenta Propia; que no se pueda arrojar ni papel higiénico en los wáteres, que circulen dos monedas oficiales, una 25 veces más cara que la otra, que un ingeniero trabaje de portero en un restaurante porque cobra tres veces más; que haya tantos árboles en la Habana; que el Estado garantice todas las personas un puesto de trabajo y que haya mucha gente que no quiera hacerlo; que en los cuartos de baño de los hoteles las puertas de los compartimentos con los inodoros estén abiertas por abajo y por arriba de manera que puedes asomarte y ver a la persona que está sentada en su intimidad imposible; que el futbol esté desbancando al béisbol; que la bahía de La Habana sea tan pequeña; que media Cuba sea del Madrid y la otra mitad del Barcelona; que esté de moda en las mujeres mostrar una especie de faja que les llega hasta casi la mitad de la pierna; que el maravilloso barrio de El Vedado haya sido planeado a mediados del siglo XIX; el buen carácter de los cubanos; que sea tan evidente que la necesidad agudiza el ingenio; que no te pongan pan en ningún restaurante, que todas las puertas de todas las viviendas, pisos o casas, tengan una verja de hierro con cerradura delante; que haya cinco tipos diferentes de taxis y que por un mismo trayecto, según el modelo que cojas, puedas pagar 0,40 cuc/dólar, el más barato, o 10 cuc el más caro, claro que en el segundo vas con aire acondicionado y tu solo, y en el más barato pueden ir hasta seis personas, tres delante y tres detrás, y vas con la ventanilla abierta; que La Habana siga siendo preciosa y acogedora a pesar de estar deteriorada; que todo el mundo me hable en inglés y que cuando no les digo de donde procedo haya quien alabe lo bien que me expreso en español; el prestigio de la Oficina del Historiador y el afecto que le tiene la gente de la calle a su director, Eusebio Leal; la cantidad de mujeres guapas que hay; que el próximo presidente de la república cubana vaya a ser el que fue prestigioso rector de la Universidad de La Habana. Miguel Díez Canel; que en La Habana se le llama La Habana a La Habana Vieja; que La Habana que Carlos Cano cantaba, en aquello de “La Habana es como Cádiz con más negritos y Cádiz como La Habana con más salero” es solo una primera impresión de La Habana Vieja; lo aficionados que son los habaneros a los jugos de frutas, a las hamburguesas, a los pan con perro, a los helados y a las cervezas; lo trasnochada que está la comunicación en el Partido Comunista de Cuba, no hay más que leer el Gramma; la implantación de la religión afrocubana Yoruba; y, por último, me ha sorprendido que el lugar, posiblemente, más visitado por los habaneros es un lugar de una placidez inimaginable en cualquiera de nuestras ciudades, si te sueltan de improvisto en la 23, esquina al Habana Libre, te puedes creer que estás en una película de Walt Disney, pero sin empalago; imaginaros: hace sol, es una mañana luminosa, la gente disfruta de la calle, el tráfico es escaso, como siempre, y la mitad de los coches son preciosos, lujosos modelos de los años cincuenta entre los que abundan los descapotables pintados de un color pastel. Además, las cuatro esquinas de este cruce están ocupadas por un hotel, un cine, un edificio de tres plantas y un jardín que ocupa toda una manzana y que es en realidad una gran heladería arbolada que llaman Copelia. Y para rematar el efecto dulce de esta estampa, en el vértice del jardín que toca el cruce hay un cartel con la foto de un señor antiguo, que pudiera ser el abuelo de nuestro padre, un señor de negro, con bigote, de aspecto afable, que parece que está ahí como mirando contento por lo bien que le ha salido todo.
Y seguro que si me detengo a pensar se me ocurren más cosas, como que es verdad que en la Habana no tienes miedo. Hoy mismo me pasó lo que no debía de haberme pasado. Después de una jornada con 33 grados de temperatura, a última hora de la tarde, se desató una tormenta con rayos y truenos que me pilló a 12 kilómetros del centro, en un barrio en donde me recomendaron no sacar la cámara y llevar la mochila colgada por delante. Me quedé durante dos horas quieto al abrigo de un soportal esperando un taxi que no llegó nunca, y al final, cerca de las doce de la noche, tuve que andar dos o tres kilómetros sin alumbrado público, por unas calles desiertas y esquivando baches que veía con los reflejos de los chispazos que producían los cables de la luz. Ya en la calle Diez de Octubre tuve que caminar por la calzada porque no veía nada y aprovechar las luces de los pocos coches que pasaban para trazar el camino que debía seguir, cuando estaban cerca me apartaba y les hacía señas por si alguno era un taxi, un almendrón o un particular que se apiadara de mi.
Al final alcancé a un grupo de gente en lo que supuse acertadamente que era una parada de autobús. Como yo me acercaba a todos los coches que paraban cerca esperando que alguno fuera un taxi, una chica blanca y rubia, que estaba sentada en un escalón del soportal, se me acercó y me dijo: de esos tres coches que vienen allá lejos, el último es un taxi. Miré al fondo de la avenida y vi las luces de los tres coches, pero como si fueran tres gatos, por si acaso me puse al borde de la acera a hacer señas, paró el tercero y me di la vuelta para darle las gracias a la mujer que, no sé cómo, había adivinado que era un almendrón.
Tuve suerte, el conductor había salido de casa tan solo a buscar algo que necesitaba, no pensaba coger a nadie porque ya había dado por terminada su muy larga jornada de trabajo. Si me paró fue porque le conmoví a esas horas y ante una noche con semejante temporal, pero se arrepintió tan pronto le dije que iba hasta el final del trayecto, era mucho más de lo que había pensado alejarse de su casa. Escribiendo esto, me doy cuenta de que por mi culpa le restó una hora a su descanso.
Hablamos, me cuenta que su hermana vive en Madrid. Le digo que no es un buen momento para trabajar en España. Ya sé, me responde, mi hermana ha tenido suerte y no entró en la regulación de empleo de su empresa. Ella sabe español, inglés y ruso y está bien considerada, le va bien. Su marido es de Málaga, y cuando viene se ríe de mi coche.
Es un Fiat 125 de los años setenta. Hablamos de coches, de las circunstancias y, cuando tuerce en la esquina del Biky para subir por la calle San Lázaro, mi calle, estamos hablando de los sueldos y me dice que es ingeniero pero que gana más con el coche cobrando a diez pesos por viaje. Se detiene en la puerta de mi casa, le doy los diez pesos, 0,40 euros, y le agradezco mucho el favor que me acaba de hacer.
Subo a mi piso, me doy una ducha y demoro lo que hay de comestible por la nevera. Ya en cama pienso en la amabilidad del hombre que conducía el almendrón que me dejó a la puerta de casa y me siento un rata, un miserable por no haberle agradecido con una propina el gran favor que me había hecho. Me duermo convenciéndome que es mucho mejor no haberle ofendido dándole propina; pero no me convenzo.