Segundo día en las playas del Cayo Santa María. Ni que esto fuera un cuaderno de bitácora, lo digo porque así, enumerando los días que llevaba a bordo comenzaba el resumen de cada jornada el cuaderno que un día cayó en mis manos, el del primer viaje de Cristobal Colón precisamente a estas aguas del Caribe.
Estuvimos solos en una playa. Las únicas razones que encuentro son que hay que llegar andando por la costa y que era la hora de comer. Cada hotel tiene su playa, si no hay hotel, como en este caso, no hay manera de atravesar la espesa vegetación salvaje del cayo. Y a la hora en que nos detuvimos para darnos un chapuzón, la una de la tarde, todos los huéspedes debían de estar en las playas de sus respectivos hoteles, playas atracándose de hamburguesas o pan con perro en los chiringuitos o en los comedores interiores donde la comida es más variada.
Los cayos están completamente cubiertos de vegetación, una enredada y tupida mezcla de arbustos, árboles y plantas menores, que hace imposible la entrada del hombre si no es con máquinas o, por lo menos, con un machete. De manera que a las playas solo se puede acceder a través de los hoteles que son los que han colonizado el cayo y de una especie de centro comercial en el que hay un completísimo spa, dos o tres restaurantes y unas pequeñas tiendas con recuerdos y cosas de playa, pero donde lo importante es que se ofrece como paso para uno de los arenales y por ahí, caminando por la costa, tienes acceso a otras playas, incluso a todas las de la isla si te atreves a caminar por los arrecifes que rompen de vez en cuando el rosario de arenales.
Y es precisamente la playa de este centro comercial la que está más llena de gente y donde son más las hileras de toldos de hoja de palma. Supongo que a esta playa acudirán los turistas que vienen por un solo día, en viajes de ida y vuelta desde ciudades más cercanas que La Habana, como Cienfuegos, Santa Clara o Trinidad.
Hoy quisimos ir caminando hasta el único tramo de costa que está considerado parque Natural en el Cayo Santa María y, por supuesto, lo hicimos. Atravesamos andando las cinco playas que están a la derecha de la nuestra.
No fue difícil evitar la mano del hombre en esta parte del cayo. En el momento en que se urbanizó Santa María lo que hoy es el Parque Natural era el único trozo de costa que carecía de playa, todo eran piedras y algunas piedras llenas de hoyos con los bordes casi cortantes. Por eso se salvó, aquí no tendría sentido construir un hotel sin playa. Sin embargo, este pedregal es ahora un arenal de más de un kilómetro de largo en la que puedes sentirte un intruso. El último huracán lo convirtió en playa. Fue un huracán violento con el que la naturaleza se mostró vengativa y provocadora. Atacó con toda la obra del hombre, todos los hoteles sufrieron grandes daños, y lanzó un desafio al crear esta nueva playa. No es difícil adivinar quién va a acabar perdiendo.
Había un hombre trabajando en este Parque. La primera vez que lo vimos estaba tirado en el suelo haciendo una foto con su móvil a lo que supusimos que sería una planta o un bicho, creímos que era un turista más, aunque nos extrañó verlo vestido con pantalón largo y camisa. Fue después, cuando regresábamos del final de la arena cuando nos lo encontramos recogiendo plásticos y deshechos no naturales arrojados por el mar, como una boya manchada de alquitrán. Trabaja en el Parque, es más o menos el encargado de cuidarlo y fue el que nos dijo que esa playa en la que estábamos no existía hasta la llegada del Ciclón.
Diríamos que la playa está descuidada porque no se limpia de ramas, de algas, ni de troncos, pero es que es una playa libre de la intervención humana. O Casi. Porque aunque somos pocos los que caminamos por la orilla y menos los que se detienen en el arenal, algunos si lo hacen. Hoy no, hoy no hay nadie tumbado al sol; pero sí queda la huella de otros que estuvieron antes. Pueden verse toldos construidos con palos y plásticos y alguno también con tumbonas viejas.
Las playas, como en las fotos que veis, son estrechos arenales de arena a veces fina y otras con conchas que te lastiman al pisarlas. Son conchas diferentes a las nuestras y más brillantes, incluso cuando están secas. El agua, de una temperatura muy superior a la de las costas de Galicia, es transparente en la orilla y va cogiendo color conforme gana en profundidad. Así de transparente llega a hacerse de un azul profundo pasando por varios tonos de verde. Las mareas no son notables, pero sí dejan su marca en los arenales de cada playa de una manera diferente, en ocasiones llegan a formar un escalón insalvable.
Para bañarse solo hay que tener cuidado con las rocas que sobresalen poco de la arena, se distinguen por el color, pero si hay un poco de mar de fondo, estamos en invierno, el agua remueve la arena y es más difícil distinguirlas. Para llegar a donde te cubre hay que andar mucho y como para poder nadar no hace falta tanto, nunca he llegado a donde no hacía pie. Lo podéis ver en las fotos, personas a cien metros de la orilla y con el agua por el pecho. A lo mejor hoy me acerco al agua de color verdoso. A pesar de los defectos, si alguien ha pensado en poner playas para bañarse en su paraíso, que ponga estas.
Por lo que he visto la gente en estas playas, a pesar de haber venido de tan lejos, hace lo mismo que en las suyas, toma el sol, lee tirado en la tumbona, hace castillos de arena, se hace fotos, coge conchas, hace taichí, yoga y pasea por la orilla a lo largo de los arenales e, incluso, hay quien deja tirados papeles, vasos de plástico con sus pajitas, colillas de cigarrillos y alguna prenda de ropa. No es que me esperara que estuviéramos a la altura del paisaje, pero creí que la gente sería algo más respetuosa. Eso sí muy comedido con las costumbres más convencionales, no había nadie bañándose desnudo y solo vi a una mujer en topless escondida en un recodo.
La caminata hasta el Parque Natural incluyendo la vuelta y el breve tiempo que empleamos en darnos un chapuzón nos llevó tres horas. En el hotel ya hacía tiempo que estaban sirviendo la comida.
El resto de la tarde, después de una siesta, me la pasé en la tumbona de la playa viendo pasar el tiempo, que aquí deja como una estela dulzona con sabor a verano, aunque los de aquí insistan que estamos en invierno, por lo menos, hasta pasado mañana. Dicen que es en el mes de abril cuando empiezan a subir las temperaturas. Lo veremos.
Nadie viene a ver cómo termina el día. Estoy solo en la playa. Bueno, con un pelícano que viene a zambullirse cerca, después se queda flotando muy pendiente de lo que hago. Nos miramos, pero sigue impasible dejándose mecer por las olas. Yo tampoco le hago mucho caso. ¿Para qué? Prefiero estar pendiente del sol, del anochecer en El Caribe. Los que conocemos los anocheceres carrilexos tenemos difícil quedarnos pasmados mirando otros. Pero las puestas de sol siempre son atractivas y aunque muchas veces se ponen de un cursi insoportable y siempre tienen un punto de melancolía –como toda despedida- uno acaba por sentirse atraído por ellas. Y por eso estoy aquí.
Y mientras… trato de describir lo que siento estando solo, tan lejos de mi mundo, ante este final del día a la orilla del mar.
El sol cae con tanta lentitud que no soy capaz de percibir su movimiento. Parece que está quieto. Pero la distancia que le separa del mar cada vez es más corta, es la única referencia. Sin ella su movimiento sería imperceptible. Es como el tiempo en la soledad, por eso esta sensación de calma.
Al otro lado ya es de noche. No es difícil suponer que es lo oscuro que viene de allá empujando a la claridad hacia el agujero por donde se escapa el sol. El sol huye de la noche, me digo, por eso los anocheceres provocan una sutil sensación de derrota.
Y sigo: El día se acaba y la noche me trae un leve temor de muerte. Y por todo eso los anocheceres provocan melancolía, de la que nos salva saber que el sol volverá mañana a quitarnos los miedos, a recobrarnos los ánimos, a entusiasmarnos con el amanecer ante cuya fuerza y poder la noche palidece hasta hacerse transparente.
El sol se lleva la luz, se va por detrás del mar perseguido por la noche que es rencorosa y cruel, no soporta que siempre entusiasme más la victoria del sol cuando amanece.
Yo también me retiro, la noche puede conmigo, estando solo me resulta demasiado dramática aunque venga espléndida y hermosa.
Hay noches, como esta, en que uno pierde el sentido de lo correcto, lo siento.