Hoy tengo que empezar por el final. He estado en la Fábrica de Arte Cubano, en La Fábrica como se le llama. Salí impresionado, noqueado, como se decía en tiempos en que a la gente le gustaba el boxeo, ese deporte brutal. Esa conmoción que sufrí estuvo causada, sobre todo, por una de las exposiciones de fotografía que se exponían allí, la de Enrique Rottember. Que no es una, sino varias, pero con un mismo hilo conductor que es provocar la ruptura de la costumbre, de lo convencional, de ver allí lo que no te esperabas encontrar. En la de mayor número de fotos coloca en antiguos marcos dorados los retratos de negros indigentes y desarraigados, en apariencia, en las poses y los ropajes de los hombres que tuvieron el poder, y ocuparon la historia e, incluso, los museos. Veréis las fotos
Estuve en la FAC, decía, que es un centro resultado de mezclar en el interior de una fábrica abandonada, con chimenea como de las de ladrillos, una discoteca, tres bares de copas, una sala de proyecciones o de conferencias, un teatro, e infinitas salas de exposiciones, pero con la libertad de entrar y salir cuando quieras y donde quieras y de llevarte contigo por toda la nave el vaso con lo que estés bebiendo. Abre a las ocho de la tarde e ignoro a qué hora cierra, pero solo lo hace, lo de estar abierta, los jueves, viernes, sábados y domingos. Como los furanchos de mi aldea.
Cuando llegué, hacía una hora que estaba lloviendo y tuvimos que hacer cola para entrar. La razón es que había una excursión y ya se sabe como ralentizan y abultan sesenta excursionistas ven una entrada en la que hay que pagar, 2 cuc/dólar, por persona a cambio de una tarjeta que te sirve de entrada y en la que te van a ir anotando todas las consumiciones que hagas y que irás abonando cuando te sirvan,. Ojo! Caraduras. Al salir hay que devolver la tarjeta con todas las consumiciones pagadas.
La Fac es una visita obligada en La Habana, una imagen que hay que situar en la balanza con la que obtenemos el peso y valor de la capital de Cuba, esa en la que ponemos un kilo de coches americanos de los años cincuenta, cuarto y mitad de mujeres culonas, tres cuartos de negros en camiseta sin mangas sentados a la puerta de su casa, medio de edificios deteriorados, tres de deslumbrantes edificios de La Habana Vieja, cuatro de colores diversos, seis de luminosidad, dos de mujeres guapas, tres de hombres perfectos, dos de El Malecón, siete de El Vedado y cinco de una mezcla a partes iguales de seducción, amabilidad, buen carácter, generosidad. Pues ahí, en esa balanza romana, que son las que se utilizan por aquí, pongamos también la Fac: una tonelada de divertida mezcla de baile, exposiciones, música enú vivo, cine, teatro, debates y conferencias con alcohol a discreción.
Con la imagen de Cuba tenemos que hacer lo mismo que Enrique Rottemberg hace con los retratos de los grandes hombres que pueblan nuestros museos como protagonistas de la Historia oficial, y que sustituye con los personajes que la sufrieron sin merecer nunca ser retratados ni siquiera ser tenidos en cuenta, dejándonos ver así que hay otra historia, la vivida por los oprimidos. Escribía Albert Camus: Uno no puede ponerse del lado de los que hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen. Enrique Rottemberg también es uno de esos personajes que con sus fotos, en cualquiera de las cuatro o cinco exposiciones, se pone en el lugar de la gente de lo común, para reivindicar su papel y para provocarnos, incluyéndose él como modelo en algunas de las fotos más duras.
Teníamos pensado pasarnos este domingo otra vez en la piscina del Copacabana, bañándonos en las aguas del mar que allí tienen cercadas como una piscina natural. Pero Nuestro Hombre en La Habana tenía molestias de garganta, no le sienta el aire acondicionado. Así que volvimos a La Habana Vieja porque Nuestro Hombre, además, no estaba satisfecho con la compra de dibujos que había hecho la tarde/noche anterior y necesitaba visitar más galerías. Lo hicimos.
Como no tenemos un gusto semejante, en lo que a pintura se refiere, en casi todas las galerías me quedé fuera haciendo fotos a otras cosas. Las hubo en las que entré pero en esas no me dejaban hacer fotos. Lo prohiben los autores, los artistas, por miedo a que les copien. Me pareció una tontería y ademas una contradicción estando en una exposición en una galería. Y más en Cuba, en un país donde, en los primeros años de la revolución, los grandes pintores cubanos del momento colaboraban gratuitamente decorando con sus obras las aceras de La Rampa, donde no solo podían ser copiadas sino que iban a ser pisoteadas, sesenta años después los pintores más jóvenes se oponen a que se hagan fotos de sus obras por miedo a la depreciación de su obra. ¿Que concepto tendrán del arte y de su mercado? Solo se entiende como una acción antisistema, pues hasta hace nada no existía la propiedad privada en Cuba
No me importó mucho la negativa de los pintores, peor para ellos. En La Habana puedes estar haciendo fotos todo el tiempo, en todo lugar hay algo que te llama, algo que te gusta o te inquieta, algo que te sugiere. Ya sea la de la mujer que tiende ropa en su balcón a apenas cincuenta metros de un hotel en el que cuesta 400 euros pasar la noche, la de los ancianos que al borde de un jardín cantan canciones revolucionarias, como la inevitable “… tu querida presencia/ comandante Che Guevara” o la de los tres perros que dormitan ante la puerta del Museo de la Orfebrería, en cuyo collar pende un letrero en el que puede leerse que han sido adoptados como mascotas por el propio Museo.
No es la primera vez que me llama la atención el trato que reciben en La Habana (y en Trinidad) los animales. Y no solo los propios, que como en todas partes, los que tienen mascotas acaban manteniendo con ellas esa relación familiar que resulta tan incomprensible para los que no las tienen. Aquí a los animales callejeros se les tiene en consideración. Es normal ver a perros y a gatos vagabundos acostados en cualquier calle, desde las más turísticas a las más apartadas, sin que nadie les moleste. No estorban, conviven pacíficamente. Incluso hay personas que les atienden desinteresadamente.
Realmente el habanero es un humano pacífico. He presenciado muchas escenas que en España acabarían, por lo menos, en conato de altercado y que aquí se ha resuelto con la cesión pacífica de una de las partes. Ayer mismo un hombre se saltó a otro en la cola que estábamos haciendo para comprar un helado, un helado yo, los otros un montón cada uno. El perjudicado se lo indicó, usted estaba detrás de mi. No, no, yo estaba delante, le corrigió el que se había colado. No, pero no importa le dijo quien sabiéndose ninguneado prefirió no darle importancia..
Cuando me tocó el turno, había un hombre que llevaba un tiempo acodado en el mostrador y al que los heladeros trataban cada poco de convencerle de que para darle un helado tenía que pagarlo previamente, pero lo hacían en un tono tan amable que yo creí que era un amigo que estaba dándoles palique. Cuando me iban a dar la vuelta del helado se me ocurrió deshacer el entuerto invitando al asaltante, y el camarero se lo dijo sonriente, como riendo la gracia de que al final se llevara el helado sin pagar un peso. En nuestra tierra la reacción tendría muchas más posibilidades de ser violenta. No puede dejar de pensar en esos locales en el que se expone un garrote bajo el letrero “nuestro libro de reclamaciones” y en cómo tratarían a quien les estuviera dando la lata de esta manera.
La mañana la empezamos abandonando la idea de chapuzarnos en la piscina marítima del Copacabana pero al llegar a La Habana Vieja decidimos subir a la terraza del Saratoga, el hotel que está frene al Capitolio, desde donde ya había hecho unas fotos de la ciudad y donde, en una placa, se recuerda que en él pasaron unos días Rafael Alberti y su esposa Teresa León en 1934, y que hoy es uno de los de mayor lujo de La Habana. No estuvimos mucho. Y de allí nos fuimos a la tarea de comprar un pequeño dibujo que se había impuesto Nuestro Hombre en La Habana. Pero aproveché el tiempo para repetir algunas de las fotos desde las alturas, que siempre tienen su encanto, dan una imagen más clara de lo importante que somos, casi nada.
Comimos en el 860 de Neptuno compartiendo el pequeño comedor de tres mesas primero con un grupo anglosajón, que ni dieron las gracias cuando me levanté de mi asiento y lo aparté para que pudieran pasar ellos cómodamente con la silla con un bebé que llevaban. Un poco después con dos matrimonios vascos que habían venido por trece días y eran expertos en los secretos de La Habana. Nos intercambiamos consejos y recomendaciones y, en parte por ellos acabamos en la Fábrica, visita que teníamos todavía pendiente.
Después de comer, ya en casa descansando algo, fue cuando decidimos no dejar para más tarde la visita a la Fábrica de Arte Cubano. Fuimos con lluvia y volvimos con la amenaza de un nuevo diluvio, que se quedó en amenaza tan solo. Nos mojamos a la ida, pero lo bueno de los chaparrones de La Habana es que se evaporan pronto, y a la salida de la fábrica ya estábamos secos. Los siete kilómetros de la vuelta nos abrieron el apetito que tratamos de aplacar en el Biky. Otra vez el Biky, pero siempre salimos satisfechos. Y así fue como terminamos el día. Cansados pero contentos. Como en los cuentos con los que te duermes bien.