Emprendí viaje a Trinidad a las 8.45 después de ayudar a un buscavidas a convencer a una pareja, un inglés viejo y una cubana madura, de que aceptaran viajar en taxi compartido. Nos costaba solamente 5 cucs más que el autobús de Viazul y tendríamos dos horas menos de viaje. Aceptaron para mi desgracia. El inglés, seguro que descendiente de piratas del caribe, viejo y celoso de la mujer con la que iba, en un descuido o intencionadamente vertió su botella de agua en mi asiento en el momento en que salíamos del coche en la primera parada. No me avisó el bellaco y en la segunda parada, yo que había insistido al taxista en que parase cada poco tiempo por miedo a que el inglés se hiciera pis encima, salí del coche con el trasero empapado. Ni me había dado cuenta.
¿No aguantó? Me preguntó el conductor. No, no ves que estoy seco por delante. Se le habrá volcado la botella al inglés, que era el único que llevaba agua en el coche, le respondí. Fui a comprobarlo y no era más que agua, pero solo mi asiento estaba mojado, como si le hubieran echado el agua a propósito. Debí de batirme en duelo allí mismo. Pero opté por decirle simplemente: se le ha vaciado la botella en mi asiento. Y el viejo inglés hizo como no me entendía. Se lo dije a su mujer y me respondió que no sabía nada. Me quité la ropa, me puse un traje de baño y extendí mi pantalón en el maletero.
Estábamos a 90 kilómetros de Trinidad y no fue una hora agradable. Me había comprado un botellín de agua Ciego Montero, que se publicita como la número uno en Cuba, creo que no hay otra, y cuando ya me había bebido la mitad decidí volcarle el agua que me quedaba en la entrepierna del viejo inglés. Pero se me adelantaron en mi cabeza los gritos de protesta de la cubana y el decrépito canalla, sacando fuerzas de la ira, me cogía por el cuello y apretaba tan fuerte que temí verdaderamente por mi vida. Así que me bebí el agua que me quedaba y seguí pensando la manera de quitarme ese desasosiego que me producía el no hacer nada.
Pensé que lo mejor era decirle a la mujer, señora tenga cuidado con ese hombre, es un canalla. Porque había llegado a la conclusión que la botella solo se podía haber volcado sobre mi asiento cuando yo no estaba, aunque los dos habíamos salido y entrado en el coche a la vez, eso me hacía dudar; pero no había otra explicación. Lo había hecho él. Lo que no sabía era si lo había hecho por un descuido de la edad o por celos.
Yo había insistido en sentarme en el medio, el lugar más incómodo, o al menos ir turnándonos en cada parada. Y el inglés, que entonces me entendió perfectamente, se negó de inmediato poniéndose él en el medio, mostrando una preocupación excesiva para que su mujer no se rozara con ningún otro hombre. Los celos no parecen razón suficiente, viéndome a mi, pero tampoco su probable demencia, de la que no mostró síntomas aunque ya pasaba con mucho de los ochenta.
No nos bajamos juntos, así que acabé por no decirle nada y maldecirlo cuando el conductor y yo nos quedamos solos. Y fue después de bajar yo del taxi y cuando este encarrilaba el camino de vuelta a La Habana, cuando pensé que el desalmado había sido el taxista, que ya debía de saber que el asiento estaba mojado, porque no se preocupó en absoluto por el incidente a pesar de que el coche era suyo y tampoco informó a los que se subieron en mi prrsencia para hacer el viaje de regreso a La Habana.
El cabreo se me pasó en el instante en que tomé conciencia de donde estaba, en Trinidad. Es otro mundo, en el que la luz y el color ganan sin estorbar a la calma, lo que es no fácil porque la placidez se altera también con la luz y los colores. La maraña de cables de la luz cubriendo las calles me sorprenden primero, después las casas, las calles de pueblo, la gente, las bicicletas, los carros, el aire de pueblo rural con un centro urbano dominado por las casas de los hacendados y la iglesia.
De nuevo la sospecha de que todo está montado para ilusionarme, por alguien que ha logrado someter la bobalicona cursilería del Walt Disney. Es difícil creer que Trinidad sea verdad, que todo sea tan hermoso, tan amable, tan acogedor
A una pareja joven de canadienses, que me sustituyeron en el taxi, les pregunté que dónde habían dormido. Me facilitaron las señas de una casa y me sorprendió que el hombre me diera su nombre, dígale que va de parte de Tomy, me dijo. Debía de sentirse genial, pues ya consideraba que en un par de días había conseguido prestigio suficiente como para avalar a un desconocido. Hay gente así, van sobrados de si mismo. Dígale que va de mi parte, te dicen.
Llegué a la casa, golpeé la puerta y una vieja protestó desde detrás de una columna. Le dije que no le entendía y contestó malhumorada con una voz de flauta, como aniñada. Como no les entiendo a los cubanos con claridad en muchas ocasiones, paré a una señora que pasaba y le pedí que me tradujera lo que decía la anciana. Volví a gritar y volvió a responderme la vieja desgañitándose. No sé, no le entiendo. Me parece que está viendo la televisión. Lo siento. Gracias.
Paré a una colegiala y como ahora la vieja no respondía, la colegiala golpeó la puerta con el puño. La señora gritó de nuevo. Creo que no dice nada, me parece que quiere jugar con la televisión.
Me pareció que no era yo solo el que entendía cosas raras. Volví de nuevo a la ventana y grité lo que pude y al cabo vino una mujer joven toda apurada. Le dije lo que quería, de parte de quien venía y le pedí perdón por haber molestado a su madre. ¿A mi madre? Bueno, a la señora que está detrás de la columna, parece que se enfadó un poco. Ah, no. No se preocupe son mis hijos, de cuatro y cinco años, que están con el video juego.
No tenía habitación, las tenía todas ocupadas, como su prima y su cuñada, y una amiga que vivía dos calles más para allá, ni las vecinas de su amiga, ni otra señora a la que llamó su cuñada. Y también lo intentamos en vano con otras tres vecinas, antes de encontrar una habitación por 15 cucs/dólares, sin ventana, con colcha y cojines morados, que me pareció una suit de un hotel de cinco estrellas. Acepté enseguida, pero antes de alcanzar la puerta de salida ya estaba arrepentido y le dije a la mujer que lo sentía, pero que iba a ver si encontraba algo en donde no sintiera claustrofobia. En el fondo tenía la esperanza de que no entendiera la palabra. Y no lo sé porque ni se inmutó.
Me quedé solo buscando casa, no es difícil, desde hace tres años en que se ha legalizado este negocio particular, en las puertas con habitaciones en alquiler hay un distintivo azul. En la primera a la que llamé se volvió a repetir lo de las llamadas a familiares y conocidas. Al final encontré un buen cuarto con baño y con dos camas, una grande y otra individual, por 30cucs. La acepté, dejé mis cosas y me fui a la calle.
Una hora más tarde estaba haciéndole fotos a una casa antigua, Casa Cofradía, en la que me dejó entrar y hacer fotos una mujer, la dueña junto a su marido, que era el que la estaba abrazando en una fotografía en la pared. Me dijo que cobraban 35 cucs por noche por cada una de sus tres habitaciones, pero que las tenían todas ocupadas durante los próximos días. Me pareció que el precio estaba muy bien y se lo dije, incluso que me parecía barato. Si, que lo es, me respondió. Añadiendo: Ya sabemos que podríamos cobrar más, pero preferimos cobrar diez o quince dólares menos y no soportar ninguna exigencia por parte de los clientes. Me parece muy bien, le dije a pesar de que pensaba todo lo contrario, por 15 dólres más puedes seguir diciéndole al cliente que solo tiene derecho a lo que le ofreces.
No acerté en la comida. Debí de meterme en el restaurante que me recomendaron las dos mujeres que me ayudaron a encontrar habitación. Las dos me habían dado una tarjeta, por la comisión me imagino. Me equivoqué con sus indicaciones y fui a ver otro, estaba vacío y tenía en el comedor una cama antigua en la que, por su aspecto, me llevó a pensar que seguro que se habría muerto mucha gente en ella. Una pena porque parecía bueno y agradable, salvo ese detalle. Pasé de muchos lugares donde comer y al final me convenció un buscavidas que hacía de reclamo en la calle. Estaba en una terraza y para alcanzarla había que pasar entre dos jaulas de pájaros una con un loro y la otra con un pájaro negro que silbaba como un canario. Arriba todas las mesas de la terraza, a la sombra de una fucsia, estaban ocupadas, pero en el interior encontré una buena mesa bajo un ventilador.
En el televisor del gabinete del dueño retransmitían el partido del Barcelona/Juventus. Después de comer una hamburguesa que no terminé, entré a preguntarles cómo iba el partido. No me invitaron a pasar, me dieron el resultado, todavía iban uno-cero, y me largué.
Mas tarde, en una peluquería, donde un negro rapaba a un tal Otto, natural de Alemania pero, extrañamente, con residencia en Trinidad, me invitaron a que viera con ellos y otros tres hombres mulatos, el partido. Me hubiera quedado pero la conversación se puso un poco tensa, el alemán al saber que era español, se puso a alabar a Franco por lo que, estando en Cuba, creí que estaba de broma y más cuando después de que elogiase a Musolini y a Hitler, el peluquero añadió a Napoleón.
Pero el alemán insistió en su tesis y, después de descalificar a Napoleón, comenzó a razonar sus alabanzas a los otros tres. Como no acababa de encontrarle mucho sentido aquello y el alemán no parecía muy dispuesto a cambiar de opinión decidí marcharme. Ahora me arrepiento.
Seguí paseando Trinidad, le di la vuelta a las calles que rodean el casco histórico y lo penetré por todas sus callejuelas. Todas incómodas para caminar pues su piso es de cantos rodados, sin cemento y argamasa que las una y ponga a nivel, lo que te obliga a ir mirando, más o menos, donde pisas para no torcerte un tobillo.
Me detuve también en la casa de un negrero catalán, como le llamó el hombre que la enseñaba, que se abre en la plaza principal, a la izquierda de la iglesia. Y que hoy es Museo de Arquitectura Colonial . Es una casa de planta baja que mantienen abierta y con muebles de la época, entré para ver cómo era y cómo vivía. El hombre encargado me explicó que era la casa de un negrero catalán y me fue mostrando lo que para él era un palacio, pero que no pasaba de ser una casa buena y muy bonita. Se conservaba tal cual, incluso con las dependencias de aseo, ducha y wáter, en el jardín, pero fueron pocas las dependencias que nos mostraron, un salón que estaba a la entrada y el jardín donde, arrinconado, se mostraba un rudo cepo en el que se inmovilizaba a los negros como castigo.
Se dice que Trinidad es una de las ciudades más bellas de Cuba, fue la tercera villa fundada por la corona española en Cuba, gracias a Diego Veláquez en 1.514. Actualmente es una ciudad-museo con un gran patrimonio arquitectónico colonial de los siglos XVIII y XIX, entre sus preciosos edificios restaurados, sus iglesias y sus fantásticos patios que le otorgan esa atmósfera típicamente colonial, destaca el Palacio de Cantero. En él no entré y lo lamento, como siento no haberme detenido en tantos otros lugares de esta ciudad en las que mi visita fue contrarreloj cuando debí de haberme detenido una semana.
El Palacio de Cantero hoy es el Museo Municipal y, sin embargo, puede parecer que no sea el lugar más adecuado para mostrar lo más representativo de la localidad, pues este Palacio es un edificio totalmente ajeno a la tradición donde se reflejan los gustos más cosmopolitas del siglo XIX. Pero a estas alturas, el año 2018, también eso, la modernidad del XIX es Trinidad.
En este primer paseo me quedé sin batería en la cámara por lo que decidí volver a casa a dejar la mochila y la cámara para darle tiempo a cargarse a una, al menos, de las baterías. Después me marché a buscar un lugar en donde conectarme a internet. Tardé en encontrarlo. Mi móvil solo logró establecer contacto a las puertas de la Casa de la Música, donde ya se bailaba a media tarde.
Trinidad es una fiesta. Cualquier persona menor de 90 años que visite Cuba no puede dejar de acercarse a Trinidad. Es todavía más musical que La Habana.
En Trinidad hay siempre gente tocando, cantando y bailando en algún lugar durante las 24 horas de cada día. Hoy mismo, después de comer ya lo hacían en la Casa de la Música y en la segunda plaza a la que fui buscando la conexión a internet. Y al mediodía, mientras comíamos, dos chicos jóvenes con guitarra y bongós nos estuvieron cantando, aunque las suyas eran canciones poco bailables. Tampoco sé si a esa hora y con el calor que hacía algún turista sería capaz de ponerse a bailar.
Por la noche era otra cosa, en todas partes hay, no sé cómo llamarles, grupos, cuartetos, orquestinas… tocando la guitarra, las maracas y los bongós, si se llaman también bongós, cuando son dos pequeños tambores. En todas partes hay una alegría desbordante, se sale fuera del local, y contagiosa. Bueno, en todas partes no. Vi un lugar de comidas, el Shangó, en el que no había música. Ni siquiera gente. Es un restaurante en el que combinan el servicio de comidas con las actividades de un templo de Yemala y en el que hay una muñeca en un altar, como las que utilizan los seguidores de la yoruba afrocubana, pero ignoro si tienen algo que ver con esta religión.
Lo de esta religión, la yoruba afrocubana, es sorprendente, es la que más ha crecido y de hecho te cruzas con mucha frecuencia con alguno de sus devotos vestidos de blanco. Al verlos me transmiten la sensación de que van orgullosos de ir vestidos así, como presumiendo de un blanco tan limpio en un lugar donde las lavadoras son prehistóricas y donde no existe toda esa larga la lista de quitamanchas que disfrutamos en España. Al verlos siempre pienso, quién tanto lave cómo debe maldecir ese sacrificio que, a su costa, suele hacer otro. Es otra de las sorpresas de Cuba, que una religión tan primitiva prospere de tal manera en un país en el que la educación y la cultura han sido objetivos prioritarios. O eso creíamos, los de fuera. Al menos el laicismo del gobierno no parece que haya sido muy beligerante, aunque no haya declarado festivo el día de navidad, el 25 de diciembre, hastal a visita del Papa Juan Pablo II, y festivo el Viernes Santo hasta la de Benedicto XVI
Esta tarde vi un círculo de barro y conchas, a la puerta de una casa, que tenía en el medio una piedra ennegrecida. Por la ventana abierta de la casa, vi una estampa grande de una virgen rodeada de flores rojas y a un lado una bruja cabalgando sobre una escoba, al lado el dibujo de un ojo, cruzado con una venda y, ya en un altarcito en el suelo, una muñeca negra con un sayón hasta los pies, cargada de collares o rosarios, no se veía bien. Le pregunté al vecino de enfrente por lo que significaba todo aquello y me habló de la religión afrocubana que cada vez practican más personas, pero que no sabía cómo se llamaba. A pesar de eso, me dio cuatro o cinco nombres, pero, me aclaró, tampoco sé muy bien a que se aplican. No sé si a los fieles, a sus santos o son nombres diferentes de la misma religión. No me aclaró nada, todo lo contrario, cubrió un poco más de misterio esta cosa que me pareció de mucha ignorancia.
Lo que si me contó con más detalle el vecino fue que en las montañas que protegen o separan Trinidad, existe un pequeño pueblo en torno a un balneario que fue creado por Batista para enfermos tuberculosos y que ahora utiliza el ejército para recobrar de sus males a sus enfermos. Me animó mucho a subir a la montaña y que no tuviera miedo por la carretera. ¿Por qué? ¿Hay precipicios?, pregunté. Muchos y muy profundos. Pero los conductores que le llevarán seguro que son expertos y pueden hacerla con los ojos cerrados. Yo lo era… y me siguió contando que él, como su padre antes, se dedicó cuarenta años a subir y bajar la montaña acarreando madera. Sobre todo pinos, pero también caoba y dijo otros cinco o seis nombres de árboles maderables. Al final, cuando ya no debía de tener nada más que contarme, me preguntó: ¿Busca cama? No, ya tengo, le dije. Es que yo alquilo habitaciones. Ya, una pena no haberlo sabido antes, le mentí.
A las seis me sentí aburrido y decidí buscar un taxi que me llevara a La Habana a primera hora. A las ocho y media de la mañana pasaría a recogerme por casa. Muy bien, me pareció. Sin embargo, media hora después del acuerdo ya me había arrepentido.
Anochecía y me di prisa en repetir fotos con la mejor luz del día. Palacios, casas de colorines, personas sentadas, andando, paradas charlando en corro, el empedrado, los cables de la luz que cruzan las calles como si fueran los cordeles de las banderitas de las fiestas de los últimos cien años. Después seguí hasta las once de la noche fotografiando músicos y hablando con ellos. Algunos se quieren ir. Un bailarín quiere abrir una escuela de danza cubana en España. Su compañera de baile no tenía nada decidido; pero estaba harta de no tener dinero para nada. Los cincuenta dólares que pago al mes por la casa me hunden. ¿Por una habitación? Pregunté creyendo que se había equivocado, yo pago 700 por un mal de apartamento en La Habana. No, por una casa, me aseguró. Y me enseñó el saldo de su móvil, 0, 00 pesos. Después me llevaron con ellos a una actuación en el restaurante en el que estaban contratados. Más que un restaurante parecía un muestrario de cosas usadas. Cuando acabaron no quise liarme con ellos y me fui. Volví a los diez minutos y ya estaban todos en la calle menos la bailarina. Pregunté por ella. Está dentro, me dijeron. Entré y la encontré junto a las dos dueñas, dos señoras blancas, mayores, que hacían números en una libreta. Las saludé y le dije a la bailarina: toma, que me había olvidado y le entregué un billete doblado como si fuera un mensaje secreto. No sé si se lo esperaba, pero me dio las gracias como si de verdad le hubiera devuelto algo perdido o fuera la fórmula de una pócima para hacerla feliz. Le quité encanto a la cosa cuando le dije, te puede servir para recargar el móvil.
En la casa de La Trova cantaban canciones cubanas y la gente bailaba y bebía mojitos. Había que pagar un cuc por entrar. Había una negra en la puerta que controlaba el paso. Delante de mi una chica culona le pidió permiso para echar un ojo. Solo un ojo, que hay que pagar un c u c (siempre lo deletrean), le dijo la portera que estaba sentada en una silla de plástico azul. No tardó en salir. A mi me seguía dando pereza entrar y, además, tenía que pagar un cuc, ya tenía asumido el valor cubano del dinero. Había otra mujer joven que esperaba para entrar. Le pregunté si esperaba a que cayera un cuc de alguna parte y me dijo que no, que esperaba a una amiga. Seguí esperando. La gente entraba. El local parecía muy lleno y se veía a la gente bailando junto a la puerta. La canción que sonaba me resultaba conocida, era muy conocida. Volvió la chica culona con un negro como ella, que le besó la mano a la vieja de la puerta y les dejó pasar gratis. Entonces fui yo. No parecía difícil entrar a echar un ojo. Hola, le dije, entro y salgo. Muy, bien me respondió. Y entré. A veces me asusto de lo que soy capaz de hacer por un cuc, veinticinco pesos, como si fueran veinticinco veces más que un euro, cuando no son más que 90 céntimos de euro.
La última vez que había mirado el móvil en la calle eran las once de la noche. Al llegar todavía me quedé hablando con la dueña de la casa que estaba esperando no sé a quién en lo que debería de ser un portal pero que aquí es un recibidor. Estaba fumando sentada en un sillón para dos, de esos que había por las casas de nuestras abuelas, y la lie un poco. Cuando puse el móvil a cargar en la mesilla pasaba de la una. Iba a levantarme a las siete y hacía un calor de muerte. Iba a dormir poco y mal