Estamos en el Caribe y llueve. Hoy lo ha hecho con fuerza en tres ocasiones a lo largo del día. Como nos hemos venido sin paraguas, nunca se me hubiera ocurrido, la lluvia nos obliga a guarecernos bajo los aleros de las casas o en los hoteles. Pero solo cuando jarrea. Ante la lluvia pausada el habanero ni se inmuta. Seca pronto, me dijo una mujer cuando cruzábamos juntos la 23.
Mi primera visita del día fue para el Callejón de Hamel. No sabía lo que me iba a encontrar y salí, además de con una dosis de horror y dos de desconcierto, con la sensación de haber atravesado una instalación de arte contemporánea montada por artistas afrocubanos a los que no les faltaba sangre galaica. Lo de la sangre gallega viene por la reutilización de enseres cotidianos como otra cosa para la que fueron creados. Lo que puede ser común a todas las tribus de recursos limitados. Los gallegos utilizamos un somier como cancilla de una finca o la bañera del cuarto de baño como abrevadero para las vacas, y en este callejón también hay una reutilización de materiales, aquí la bañera, la llanta de coche o el radiador de la calefacción de una casa son otra cosa, se reutilizan como expresión artística coloreada con esos tonos fuertes y explosivos del Caribe. Para asustarse
Claro que si hubiera entrado por donde salí del Callejón a lo mejor hubiera digerido mejor lo que me encontré. A la entrada en un mural se recoge escrito a mano una declaración de principios del autor de este montaje, Salvador Gonzalez. Ahí dice que todo empezó el 21 de bril de 1990 con la aparición, en este callejón, de la primera pintada mural con referencia a los dioses africanos y a sus leyendas. A partir de ahí Salvador González monta esta especie de templo público en el que por medio del arte entra en el patrimonio religioso-cultural de los creyentes en las religiones afrocubanas, que cada vez las siguen más personas en toda Cuba.
De todas formas si se quiere entender el Callejón de Hamel hace falta un intérprete, un guía que revele cada uno de los dibujos o de las figuras que lo cubren todo de un extremo a otro del callejón. Y cuando digo todo es todo, no solo las paredes de las casas colindantes están decoradas, también lo está el suelo poblado de figuras extrañas o reconocidas y el interior de los dos locales de música y copas que hay en el callejón, donde hay muy a menudo música en vivo.
Para los indocumentados ajenos al sincretismo religioso cubano, el callejón de Hamel es un lugar curioso, incluso sorprendente, que no deja de inquietarnos. Y a donde dudo que vuelva, salvo a la hora de un concierto.
En el primer chaparrón el Hotel Colina fue nuestro refugio. La terraza estaba completa pero todavía se ocupó más. Estábamos como en un autobús en hora punta. La mayoría de pie y muy juntitos. Solo los desesperados cruzaban la calle.
Camino de casa estábamos la segunda vez que llovió y la alcanzamos bordeando las calles, al abrigo de los aleros de las casas, como todo el mundo.
La tercera fue en el descampado del Malecón que estaba desierto, solo los pescadores más tenaces se arriesgaron, como nosotros.
Entre los dos últimos aguaceros del día conseguimos apartamento para vivir el próximo mes de abril. Alquilamos un apartamento de dos habitaciones en El Vedado, un lujo, al lado de dos restaurantes muy baratos, en los que se paga en pesos cubanos, y que venían siendo muy frecuentados por Nuestro Hombre en La Habana. En los tres días que llevo aquí, ya comí en los dos. En el segundo hoy mismo. No es que se coma bien, pero tan poco está mal del todo. Como en todos, donde el precio está muy ajustado, tienes que recoger tu plato en el mostrador y llevártelo a la mesa y al acabar, volver a dejarlos en el mostrador.
Al mediodía no sentamos con un funcionario, llevaba una plaquita en el bolsillo de la camisa, que simplemente nos saludó cuando nos sentamos y cuando se fue. Su silla la ocupó una chica joven que supusimos que era estudiante y más tarde se unieron otros dos jóvenes. Ninguno de los tres dijo una palabra, solo cuando les dijimos adiós nos respondieron. Los cuatro contradijeron (Sin decir nada. Qué paradoja!) el tópico del cubano hablador.
Comimos pescado con arroz con frijoles y bebimos un zumo de fruta, por los dos platos pagamos 90 pesos (3,5 dólares) y la gorra, que me la dejé olvidada colgada en el respaldo de la silla.
Pero necesito volver al apartamento para celebrarlo. Ya comenté, y es posible que estuviera pesado, que El Vedado es un hermoso barrio. Un barrio que empezó a construirse a mediados del siglo XIX, en el que se aplicaron las ideas más modernas y avanzadas sobre urbanismo que se empezaban a poner en marcha en Nueva York, en Madrid y en Barcelona, cultos que eran estos promotores que, además, no vendían viviendas, vendían urbanismo. De nueva York viene el que todas las calles se nombren con números o letras.
Sobre este barrio hay escrito libros, algunos muy recientes, como el que hoy me compré, fue editado por la Universidad de La Habana en el 2015, pero lo encontré en una librería de viejo. No sé si porque así multiplican por cinco o por diez el precio para los turistas o porque el tiempo va mucho más deprisa que yo. Había yo buscado en otras librerías de nuevo, donde los precios son simbólicos para nosotros, libros sobre las casas de El Vedado y en todas me mostraban un libro de cuentos. No, este no, de arquitectura, de urbanismo, que me hable de las casas de El Vedado, les decía yo y en todas me decían, lo hay, lo hay, pero ya no lo tenemos.
“El Vedado: historia de un reparto habanero” está escrito por Concepción Otero Naranjo, profesora de Historia del Arte en la Univerdidad de La Habana, que por este trabajo, que escribió 14 años antes de que se publicara, recibió el Premio de Investigación de la Universidad de La Habana y el Premio de Arquitectura e Ingeniería de la Ciudad de La Habana. En él se alaba la inteligencia con que fue concebido El Vedado ya desde un principio, hace más de ciento cincuenta años. Solamente daré tres o cuatro datos. Las calles fueran orientadas de manera que por ellas circulara la brisa que durante el día va de tierra al mar y por la noche del mar a la tierra, de manera que en una ciudad tan calurosa como la Habana, hubiera una ventilación natural del barrio. Las manzanas de casas unifamiliares son cuadrados de cien metros de lado, es decir, de una hectárea. Cada pocas manzanas de viviendas hay una dedicada a ser un parque ajardinado. Todas las aceras están separadas de la calzada por unos parterres con plantas y árboles y las viviendas tenían que estar separadas de la acera cinco metros, espacio que tenía que estar ajardinado. Con estos principios no es difícil suponer que el resultado sigua siendo extraordinario ciento sesenta años más tarde, a pesar de las “circunstancias cubanas”, que han imposibilitado las inversiones en mantenimiento.
Vivir en El Vedado sigue siendo un lujo, a pesar de la evolución sufrida por el barrio. En algunas parcelas se construyeron, como estaba previsto, edificios de apartamentos, la mayoría de tres o cuatro plantas; pero ya en los años cincuenta del pasado siglo, la demanda de viviendas y las nuevas tendencias urbanísticas llevaron a construir, atendiendo los intereses de los nuevos promotores grandes edificios en las cercanías del mar, interrumpiendo aquella tan bien planeada circulación del aire de tierra a mar y del mar a tierra. Además, las circunstancias posteriores llevaron a que muchas casas hayan dejado de ser unifamiliares para pasar a ser ocupadas por cuatro, seis, ocho o más familias.
El apartamento que alquilamos está en uno de esos bloques de pocas plantas destinados a viviendas familiares. El nuestro hace esquina en la primera planta y tiene amplios ventanales por donde entra esta luz de verano que tiene La Habana en el invierno.
Es probable que hayamos tenido suerte, pero nos la trabajamos. A penas hemos hecho otra cosa que preguntar, llamar y visitar viviendas. Es verdad que todo el mundo nos lo puso fácil, los vecinos facilitándonos información, los dueños acudiendo cuando nos interesó y los inquilinos, pues algunos apartamentos estaban ocupados y, en más de una ocasión tuvimos que esperar unos minutos para que se vistiera el que estaba desnudo en su cuarto. Es como si se pusieran de acuerdo todos en jugar a hacerle la vida más agradable al otro. A veces, para un desconfiado como yo le resulta sospechoso. ¿No se estará poniendo toda La Habana de acuerdo para engatusarme? Es difícil aceptar como cierta tanta generosidad y tanta confianza. La mujer que nos alquiló su apartamento, entre las indicaciones que nos dio estaba esta: A partir de mediados de abril o de mayo, en esta habitación hace mucho calor, por eso tengo este aparato de aire acondicionado, por favor, encendedlo lo menos posible porque consume mucho y podría no llegarme el alquiler para pagar el recibo de la luz. Ponedlo, pero combinadlo con este ventilador, sed conscientes de lo que puede costar.
Uno también se pregunta, ¿Cuántas oleadas de turistas serán necesarias para contaminarlos?
Nos mojamos por la noche. A la vuelta de entusiasmarnos con el apartamento que tendremos en el mes de abril en pleno El Vedado, se nos ocurrió bajar hasta el Malecón a caminar. Amenazaba lluvia, pero nos dio igual.
El cielo estaba cubierto con una boina negra y apenas se veía unos girones de azul en dos o tres puntos sobre el barrio de La Playa, donde vive el personal de las embajadas y los que pueden y hacia el otro extremo, sobre la bahía, donde se veía la llama y la humareda de la refinería.
Va a llover y nos vamos a empapar, le advertí a Nuestro Hombre, que está muy metido en esto de adelgazarme.
Si vamos a prisa llegamos a La Habana Vieja antes, me respondió.
Nos faltaron trescientos metros para llegar al castillo que está cerrando la bahía con el que está enfrente, el Castillo del Morro, que protegían de los piratas, ingleses casi siempre, a la ciudad de La Habana. A esa distancia tuvimos que cruzar la avenida para buscar refugio en los últimos soportales que quedaban.
En la escampada volvimos a caminar, pero no por mucho tiempo porque volvió la lluvia. Y así, estuvo lloviendo con intermitencia. Ahora si, ahora no, ahora si, ahora no… y en los ratos en que no, avanzábamos por La Habana Vieja. Estuvimos en la Plaza de Armas y en la Plaza de la Catedral. Y de nuevo la retahíla de adjetivos de admiración.
Esta vez pasamos por delante de La Bodeguita del Medio y me tuve que conformar con unas fotos. Había turistas, pero todavía había sitio para que pudiéramos cumplir con el precepto del buen turista y tomarnos algo a la salud de Don Ernesto; pero a nuestro Hombre en la Habana estos ritos le parecen una estupidez. Así que seguimos.
En el último instante hice una foto, que en la primera selección que hice hace un momento la deseché; pero que sin embargo, ahora acabo de recuperarla. Escribiendo esto, al hablar de la Bodeguita del Medio, fue la imagen que me vino a la cabeza. En lo alto, en esa parte de la Bodeguita para la que no mira nadie, una mujer joven me saluda desde detrás de unos barrotes de madera. Es negra, lleva una cofia que la delata como trabajadora y asoma una mano por entre los barrotes para saludar al que está fuera, libre, en la calle, a la vez que parece que quiere llegar a sonreír sin ser capaz de hacerlo. Por un momento pienso si me esperaba ahí desde hace doscientos años.
En la Plaza de Armas, núcleo primero de la Ciudad de La Habana que cumple este año los 500 de su fundación, ha sido durante siglos el lugar emblemático del poder y en ella, en uno de los palacios que la cierra tuvo su sede la embajada americana que después de la revolución, cerrada la embajada por los EE.UU., el edificio fue reconvertido en escuela pública, hoy es sede del Museo de Ciencias Naturales.
Cuando se cerró la noche emprendimos el camino de regreso por la calle Obispo para cenar en casa y meternos en cama. Haciendo un alto en el Hotel Ambos Mundos donde se hospedó Hemingway. Hay tantos locales en la Habana que resumen de haber sido visitados por el escritor que tanta querencia tenía por España, que un local -que no sé dónde está- se publicita así: “Aquí nunca estuvo Ernest Hemingway”. Por cierto, Hemingway recomendaba no escribir sobre un lugar hasta que estés lejos de él. Evidentemente no le vamos a hacer caso en todo. Si no escribo esto cada día no lo haré nunca.
A las diez y media ya no estábamos en la calle.
Nos han asegurado que no hay gallos en las cercanías del nuevo apartamento. Así, que en abril, no será difícil que durmamos más allá de las cuatro y media o seis de la mañana. Cuando lo consigamos tendremos energía para salir de noche.