La Habana es un ejercicio permanente de la paciencia, esa virtud de la que carezco pero que aquí, sorprendentemente, acabo por practicarla sin mala cara ni malos modos. Esta mañana estuve seis horas delante de una ventanilla esperando a que me llamaran para renovar mi visado. Fui sin desayunar porque creí que sería un mero trámite: entregar el pasaporte, el justificante de residencia en algún lugar, dos sellos de 25Cucs/dólares, el seguro médico del viaje y el primer visado. Chegar e encher, pensé. Y me equivoqué. Se notaba que yo era de fuera, el único que no era paciente. No puedo achacarles nada. Al fin y al cabo, en todas partes es igual, siempre las esperas son eternas. La diferencia está en la tecnología.
Aquí no coges número ni esperas a que aparezca en una pantalla indicándote la mesa a la que tienes que ir. Aquí te recogen el pasaporte, te piden que les muestres el seguro y te dicen que esperes sentado y no lo dicen con sorna, no. A los funcionarios les gusta el orden, ya me pasó en el Banco Metropolitano, donde también nos querían a todos sentados. En algún momento podría haberle dicho: no podemos sentarnos todos, solo hay sesenta sillas. Pero no lo hice. Yo estuve de pie un par de horas y después fui sentándome y levantándome, estaba un poco inquieto pero me controlé, di vueltas alrededor de las sillas y di algunos saltitos con disimulo. Pero aguanté. Creo que si no fuera por la última media hora ni se hubiera notado que estuve allí.
Ya había cubierto todos los trámites y cuando creí que ya me daban los papeles, me dijeron, espere fuera que le llamarán enseguida. ¡Será media hora? No, ni cinco minutos, me dijeron.
Fueron cuarenta minutos. A los cinco vi a la funcionaria que me había atendido como llevaba mi pasaporte a la mesa donde una mujer mayor cubría el último trámite, pegar una etiqueta en el primer visado y apuntar unos datos en una libreta, cuando acabó lo que estaba haciendo e iba a echar mano a mi pasaporte alguien se precipitó y colocó dos pasaportes encima del mío, estuve a punto de golpear la ventanilla para avisarle de la equivocación, pero no lo hice. Estaba esperando pacientemente a que liquidara esos dos y tramitara el mío, cuando veo que la funcionaria se levanta y se marcha de la oficina. Pensé que alguien había decidido ejercitarme un poco más en el arte de saber esperar. Lo acepté. Estoy en La Habana me dije. En Andalucía también es igual, o era hace veinte años.
En la espera, otra funcionaria se acerca a la mesa del último control y de nuevo deposita dos o tres pasaportes más encima del mío. No puede ser, me digo. ¿Cómo puede ser tan estúpida esa mujer, no se fija en lo que hace? Pero todavía no había vuelto la mujer del último sello y alguien deposita dos pasaportes más encima de mi montón. Me siento aplastado, me falta aire. Menos mal, que la que lo hizo, vuelve atrás y le da la vuelta a todo el montón de pasaportes y deja al mío en primer lugar. Vuelve la funcionaria mayor, pero trae un fajo de fichas o tarjetas o carnets en la mano. Me asusto y con razón. Se sienta en la mesa y sin romper el precinto de papel extrae las tarjetas, guarda unas pocas en un cajón y cuenta, contamos, doce que separa, coge otro montoncito de las del precinto y cuenta tres y las une a la docena, después las cuenta todas juntas y le salen quince, como yo le estaba diciendo desde el otro lado de la cristalera, pero no me escuchaba. Después guarda todas en el cajón y coge mi pasaporte. ¿qué puede pasar ahora? Me pregunto. No pasa nada. Acaba los trámites y coloca mi pasaporte en la esquina de su mesa, de donde lo recogerá otra funcionaria que está pegada al cristal, que lo correrá y gritará mi nombre para que me acerque a recogerlo. Cuando abre el ventanal yo estoy allí y precipitadamente le doy mi nombre. Ella me mira intrigada, abre el pasaporte y me dice, si. Pero no me lo da sino que me mira de nuevo. Le doy mi primer apellido, vuelve a mirar el pasaporte y me contesta, si. Le doy el segundo abre de nuevo el pasaporte y me dice sonriendo, si, es el suyo. Y se quedó intrigada, pensando en cómo lo habría averiguado.
El resto del día, fue comer tarde y poco y celebrar la vida con unos pasteles en Almendrares. Por la tarde, que casi había pasado, me uní a Nuestro Hombre en La Habana que por caminar propuso ir a tomar algo al Melia Cohiba. Me sorprendió que quisiera tomar algo en un hotel de cinco estrellas.
Nos paseamos por el lobby, que es como le llaman a estos vestíbulos amplios de los hoteles, donde se espera, se negocia, se compra, se vende y se bebe. Y acabamos bebiendo un sprite, no tenían gaseosa åde limón de Ciego Montero. Si, nos bebimos uno solo, Nuestro Hombre no quiso, le dio unos sorbos a mi sprite con hielo. Se negó a pagar tres cucs y medio por una gaseosa.
Volvimos por donde habíamos ido, por El Malecón. A la altura del Hotel Nacional comenzamos a callejear para llegar a nuestra casa. Lo hicimos con prisa porque Nuestro hombre tenía que estar una hora más tarde en el aeropuerto. Yo me quedé en nuestra casa-sauna abriendo ventanas y poniendo en marcha todos los aparatos que pudieran dar aire. Después me eché a dormir.